MIRSA ASEBEDO SALINA*
Un nuevo hogar
Mientras el sol bajaba por el horizonte, mamá y yo salimos del pueblo. Aún recuerdo como si fuera un sueño, que mis manos se perdían en las de mamá.
—¿A dónde iremos? —pregunté. El rostro de mamá se notaba nervioso y las manos le sudaban.
El pueblo había quedado atrás, y tal parecía que en ese nuevo lugar no había personas, pero sí mucha vegetación por todos lados.
El viaje duró muy poco, después de unos minutos la camioneta se detuvo y al bajar noté que abundaban arbustos y grandes palmeras donde el silencio era latente.
Por un momento tomé la mano de mamá y pregunté en dónde nos encontrábamos.
Mi madre se puso nerviosa, como cuando no encontraba palabras y me susurró al oído.
—Aquí viviremos. Estaremos muy bien, tendrás una linda familia y será nuestro nuevo hogar.
Me di la vuelta, vi los árboles, un largo y solitario callejón bordeado de maleza. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. La luz del día se fue perdiendo mientras caminábamos al interior de la comunidad.
En el transcurso del camino, pensaba en la abuela, en mis tíos y me afligí pensando que no volvería a verlos, ni a jugar con ellos.
Después de caminar un rato, llegamos a un corral con una cerca de alambre. El señor se acercó a mamá, quitó los palos de la tranca, los dejó a un lado y la invitó a pasar.
Al fondo se podía ver una palapa y de la puerta salió un señor que me miró con cierta desconfianza.
Al verlo tan serio, mi miedo se hizo más grande y lo único de lo que me sostenía en ese momento era de la falda de mi madre. Podían pasar las peores cosas a mi alrededor, pero estando junto a ella había seguridad.
El señor se acercó a mamá y la invitó a pasar. Mis piernas flacuchas temblaban y mis ojos parecían enterrarse en el suelo.
Mamá entró a la casa y yo me fui a un rincón, no sabía qué hacer, todo mi mundo había cambiado y aquí parecía no haber con quién jugar ni con qué hacerlo.
Durante los primeros días de estar en casa, muchas personas visitaron a mamá y todas me preguntaban mi nombre, intrigadas por saber quién era y el por qué estaba ahí.
Mi voz se quedó ahogada, tal parecía que las palabras habían escapado de mi boca. Todos me miraban y en mi mente solo pedía que se fueran porque no los conocía.
Como perrito asustadizo corrí a esconderme tras el vestido de mamá, pegada a ella con el dedo en mi boca, miraba a las visitas.
Al ver mi reacción empezaron a murmurar que: si era muda o grosera, algunas personas incluso comentaban que el primo había llevado una nueva esposa, que para colmo traía a una niña flacucha. Y esa niña flacucha era yo.
No entendía quiénes eran esas personas, ni que buscaban ahí.
—¿Quiénes son ellos mamá? —le pregunté.
Me contestó que eran mi nueva familia, que los adultos serían mis tíos y los chicos mis primos. Además, tenía que respetarlos, empezando por el señor porque él sería mi papá.
No entendía lo que pasaba a mi alrededor, pero tener más familia era bueno y tener un papá era mucho mejor. No conocía a mi padre y ahora tenía uno.
Pasaron los días y de repente las hojas verdes de las guayas empezaron a caer y al poco tiempo llegó el frío.
Todo parecía estar tranquilo. Mamá estaba engordando y de repente con la despedida del invierno ya había una bebé en casa. No entendía de dónde había salido, pero estaba feliz porque decían que era mi hermanita y era una emoción cuidarla.
Junto a la casa vivían unos ancianos (que con el tiempo serían mis padrinos), ellos estaban solos y me llamaban para platicar, al despedirme de ellos me daban frutas. Era reconfortante visitarlos porque me contaban historias de los tiempos de la revolución y me daban chocolate caliente.
Una noche, mientras dormíamos, escuché gritar a mamá angustiada:
—¡Deja ese machete! ¿A dónde vas a esta hora?
Me desperté y le pregunté a mamá:
—¿Qué pasa? ¿Por qué lloras?
Como algo lejano recuerdo que mi madre me abrazó y me dijo:
—¡Duérmete! No pasa nada.
Me volví a acostar y veía que mi madre caminaba de un lado a otro con preocupación.
Al poco rato me levantó, tomó un petate y un pabellón y nos llevó bajo un árbol de guayabo y dijo:
—Voy a salir, cuidas bien a tu hermana. No vayas a salir de aquí, yo regreso luego.
Todo estaba en completa oscuridad, y el silencio solo era interrumpido por los ladridos de los perros.
Me sentí en completo abandono y fui presa del temor. No sé si porque estaba muy oscuro o por el desamparo que sentía, comencé a recordar que días antes había visto una culebra bajo el guayabo.
Ese pequeño lapso de tiempo se me hizo una eternidad, lo único que deseaba es que mamá regresara y se quedara con nosotros.
Entre mis miedos y pensamientos temerosos me venció el sueño. Al poco rato me despertaron el canto de los gallos y los gritos de mamá.
Me levanté y lo primero que vi fue que mi papá había llegado tomado y traía la camisa manchada de sangre.
Mi mamá estaba llorando y yo me preguntaba por qué.
Ya cuando estaba aclarando el nuevo día, uno de los tíos llegó bien enojado a levantar a mi papá y le dijo:
—¡Qué chulo hiciste anoche, cabrón! Así como fuiste bueno para lastimar a tu tío, ahora vas a ser bueno para responder.
Diciendo esto se lo llevó de la casa. Papá iba cabizbajo y mamá se quedó en la puerta con cara de preocupación.
Por mi corta edad no lograba entender lo que pasaba, pero sabía que algo malo había hecho papá para que le hablaran así.
Los días siguieron pasando. Papá se levantaba y se iba de madrugada. Un rato después también mamá salía de casa a trabajar. Mi hermanita y yo siempre nos quedábamos solas.
Aún recuerdo que mi hermana lloraba mucho hasta que mamá llegaba, quizás la extrañaba más que yo y por más que le cantaba no lograba calmarla.
Las tías murmuraban que papá había lastimado a un tío y que por eso estaba trabajando para él, ahí entendí el por qué lloraba mamá.
A veces pensamos que los niños sólo juegan, comen y ríen, pero no es así. Yo no quería que mamá pasara por ese sufrimiento y anhelaba que la situación se compusiera.
También entendía que embriagarse era malo, porque la gente se volvía agresiva y esto ocasionaba problemas no sólo al que tomaba, sino también a los que estaban a su alrededor.
Después de varios días papá regresó, sin embargo se le veía más enojado que de costumbre y cada día tomaba más, lo que convertía la casa en un campo de batalla.
A mamá la veía siempre molesta, escondiendo cuchillos y machetes, que con el tiempo fue un hábito que quedó para nosotros, principalmente para mí por ser la mayor.
Conforme pasaba el tiempo se me hacía más difícil comprender el hecho de que mi madre se embarazara tan seguido ante la situación tan difícil que enfrentaba con mi padre, aparte de las carencias económicas en las que nos encontrábamos.
Mamá comenzó a hacer quesos y salía a venderlos por las tardes, yo no quería que saliera, porque en varias de sus salidas nuestro padre llegaba tomado.
En cuanto mi madre se iba sentía el peso de la responsabilidad y guardaba lo mejor que podía los machetes y los cuchillos.
Tenía que ser fuerte, era la mayor y mis hermanos estaban a mi cargo.
Ya que llegaba la tarde, después de guardar cuchillos y machetes en caso de que papá volviera tomado, nos metíamos a nuestro escondite secreto, (debajo de la cama), donde jugamos el resto de la tarde, hasta la llegada de mamá.
*Mirsa Asebedo Salina radica y labora como docente en la Escuela Primaria Profr. Lizandro Calderón de la comunidad de Río Grande, Villa de Tututepec, Oaxaca. “Memorias con vida. Se vale soñar”, es su primera obra literaria.