ERNESTO TOLEDO GRAPAIN*
Con el propósito de no gastar en hotel, llegamos amaneciendo al puerto de Veracruz: mis padres desde mi pueblo y nosotros desde la ciudad de Oaxaca.
—Guarda tú el dinero, m’ijo —me dijo mi mamá al momento en que me daba unos billetes enrollados—. Cuéntalos para que sepas cuando vayas a pagar. Deben ser dos mil quinientos veinte.
Hicimos una rueda entre los cuatro, conté los semiengrasados billetes bajo la atenta mirada de mis padres y los junté a los que habíamos ahorrado mi esposa y yo. Así, reunimos 5 mil 220 pesos para el médico especialista, análisis en su caso, medicinas y viajes para curar las úlceras varicosas que tenía mi mamá a la altura de los tobillos. Los médicos nos decían que era debido a insuficiencia venosa; ella se quejaba a causa de los dolores y ardores que refería eran intensos, sin contar con las incomodidades por los cuidados constantes. La esperanza de curación surgió a raíz de la recomendación que me hizo un amigo, quien, emocionado, me platicó sobre las capacidades casi milagrosas de un médico especialista que había curado a su mamá del mismo padecimiento que tenía la mía.
Aguardamos en ayunas a que el médico abriera su consultorio por si solicitaba análisis. Y así fue: con base en éstos y en los estudios le diagnosticó y recetó bastante antibiótico tomado e inyectado. Después de preguntar precios en varias farmacias, de comprar los medicamentos y apartar el importe de los boletos de regreso, nos comimos una torta cada uno cerca del Malecón y nos tomamos un café lechero en la Parroquia. Nos quedaron treinta pesos pero faltaba la puesta de la primera inyección de antibiótico, misma que el doctor nos había dicho se lo aplicara ese mismo día. Pregunté y busqué sin éxito donde la atendieran. Por lo tanto, acordamos esperar al siguiente día para su aplicación en el pueblo. No obstante, no descartábamos cumplir con las indicaciones del angiólogo si veíamos una clínica u hospital en nuestro recorrido todavía en el puerto.
Con el propósito de conocer de lo que tanto habíamos escuchado, caminamos por el Malecón.
—Como que cholenquea mi mamá —le dije a mi papá mientras la observábamos al caminar junto a mi esposa, adelante de nosotros esquivando a infinidad de paseantes y vendedores.
—Sí, se le nota un poco. Es por tanto trabajo que hizo para juntar el dinero para poder venir. Le decía que descansara pero ya la conoces como es. Desde la madrugada hasta media noche andaba de aquí para allá preparando la venta… Por eso se le hincharon las piernas y se le abrieron más las úlceras. Pero ella se aguanta esperanzada en encontrar su cura. Así como la ves, está contenta.
El comentario, la compañía y el lugar movieron mis sentimientos. Recuerdo que el sol estaba por ocultarse desde hacía rato. Yo lo veía detenido presumiendo su color en el horizonte; me daba la impresión de que no se iba porque en el mar quedaban algunos de sus rayos rezagados como patitos traviesos jugando al columpio con el agua. De pronto, vi a mi mamá cuando se inclinó para recoger una moneda de diez pesos. Inmediatamente después de guardársela, se le acercaron un niño y una niña y le dijeron:
—¡Señora, señora, es mía la moneda, estamos jugando!
Mi mamá les dio sus diez pesos; los sudorosos niños corrieron para reunirse a otros tres; se dijeron quién sabe qué, salivando el aire; y lanzaron la moneda al piso en dirección contraria a donde la había recogido mi mamá, casi a los pies de unos marinos quienes esquivaron el proyectil para continuar su marcha. No entendí el juego. Nos acercamos a ellas, yo con el propósito de escuchar sus impresiones de lo que había sucedido. Nos detuvimos y antes de preguntarle, nos dijo:
—Era de los niños, no era mi suerte.
Bajó la cabeza, la levantó, vio hacia adelante. La abracé y le dije:
—Hizo usted bien mamá; aquí todo tiene dueño. Además, eran unos niños.
—Ahorita ya lo sé, pero en ese momento pensé que era mi suerte.
—Cada vez que alguien platica que se encontró algo —dijo mi papá—, tu mamá dice que ella tiene mala suerte porque nunca se ha encontrado nada.
Mi mamá respiró profundo, afianzó su brazo en el de Lourdes, mi esposa, continuamos nuestro recorrido quizás otros doscientos metros y nos fuimos a la terminal, a donde llegamos con una hora de anticipación a la de salida del autobús a mi pueblo. Por suerte, a unos cuantos pasos de ésta estaba la delegación de la Cruz Roja.
—Es hospital. ¿Ahí me podrán aplicar la inyección? —lanzó mi mamá la pregunta al aire.
—Es posible. Ahorita vamos a intentarlo —le dije—. Yo la llevo. Se puede quedar Lourdes con mi papá dentro de la terminal y nosotros vamos a ver qué nos dicen.
Minutos después pagamos veinticinco pesos y le administraron su inyección. Al salir del pequeño consultorio, recorrimos un pasillo y al llegar a la sala de espera, frente a nosotros en el piso estaba un billete de doscientos pesos. Mi mamá se inclinó a recogerlo.
—¡Mira, mi suerte! Doscientos pesos, ¡gracias, señor! —dijo.
Al lado izquierdo, como a dos metros estaba ubicada la caja donde momentos antes habíamos pagado para que le aplicaran su medicina. Al extremo de la sala, como a siete metros, estaban tres personas.
—A ver, mamá, préstemelo. Debe ser de alguien. —Se lo quité y sin darle tiempo de más, levanté el billete como voceador de la tarde en una esquina del paseo de la Reforma, se los mostré a quienes estaban en la sala y grité:
—Nos encontramos aquí un billete de a doscientos: ¡¿es de ustedes?!
—No —dijo uno. Los otros dos movieron negativamente la cabeza.
—Es mío —dijo mi mamá tomando suavemente de mi mano derecha el dinero.
—No, permítame, debe ser de alguien. —Se lo arrebaté nuevamente y me dirigí a la ventanilla de la caja—. Señorita, señorita, acabamos de encontrar este billete. ¿Es de usted?
—No… no —me dijo sorprendida la muchacha.
Vi a mi mamá, quien permanecía junto a mí mirando el ahora sí su billete, ¡sus doscientos pesos! No había más, debía dárselo, pero mi reacción fue ver nuevamente a la cajera para decirle:
—Señorita, si no es de usted, de alguien debe ser. ¿Se lo puedo dejar por si viene el dueño a buscarlo?
—No, yo no puedo recibirlo. No es mío y además ya termina mi turno. Estoy entregando a mi compañera.
Vi nuevamente a mi mamá. Ella me tomó del brazo, apoyándose como cuando lo hace para caminar, pero yo no me moví. Me vio y me dijo:
—Vámonos, m’ijo.
—No, mamá. Tenemos que dejar lo que no es nuestro.
—Pero si yo lo encontré, es mío, ¡es mi suerte!
—Mamá, no quiero arriesgarla a que sienta vergüenza si nos llevamos el billete y nos alcanza el dueño y se lo quita. ¡Imagínese! Qué necesidad.
—Entonces, ¿qué es suerte?
—Es… —sin pensarlo le dije— que estemos vivos, que nos escuchemos, que nos miremos… Bueno, también es suerte encontrarse dinero, pero para darle un buen fin.
Mi mamá movió la cabeza en actitud de no estar convencida.
—Si este billete fuera de usted, ganado con tanto trabajo, ¿no le gustaría recuperarlo? —No dijo nada—. ¿Me deja seguir intentando hacer una buena obra?
Nos vimos a los ojos. Ella cerró los suyos en señal de cansancio.
Miré a la cajera, quien se estaba despidiendo. Esperé a que se retirara y le dije a quien se quedó de turno:
—Señorita, no puedo llevarme el dinero, no es mío.
Ella me sonrió, cerró el cajón de su registradora, se acercó a la ventanilla y me dijo:
—Escuché su insistencia. ¿Qué quiere que haga? Si usted lo encontró, es de usted.
Vi por enésima vez a mi mamá, luego a la cajera.
—Señorita, se lo dejo. —Y solté el billete en el estante frente a ella. Mi mamá aflojó la presión de su brazo en el mío y fijó sus ojos al billete.
—Joven —me dijo—, no puedo recibírselo. Ni recibo tengo para tomarlo como aportación. Así es que tome su dinero.
—Pero ¿y si viene el dueño o la dueña? Puede ser gente pobre quien por ahora éste sea su único capital.
—No joven, no viene nadie.
—Tómelo, señorita. No me iré de aquí hasta cuando usted lo haya agarrado.
La cajera frunció el ceño, oprimió un botón y habló por radio.
—¡Lo necesito en la caja!
Segundos después, el guardia estaba frente a nosotros.
—Acompañe al joven a la salida, por favor.
Cuando íbamos a iniciar nuestro camino, la cajera me dijo, después de mover mi brazo ante la acción del guardia:
—Tome su dinero, es de usted.
Agarré el billete y salimos en silencio escoltados por el guardia. Ya afuera mi madre me dijo:
—M’ijo de mi alma, si sigues así, tu camino será difícil.
Este cuento, al igual que 13 más, del mismo autor, forma parte del libro Hospitalidad publicado en marzo de este año 2023. Información sobre el mismo en: ernestotoledograpain@hotmail.com o info@editorialmatanga.com
*Ernesto Toledo Grapain nació en Santo Domingo Zanatepec Oaxaca y está licenciado por el Instituto Politécnico Nacional en Administración Industrial. Ha participado en talleres y diplomados de poesía y cuento. Algunos de sus poemas están en la primera y segunda antología poética del taller permanente de poesía del Centro de las Artes de San Agustín Etla. En 2007 publicó el libro Cuentos y Recuentos Contigo. Ha publicado cuentos en los diarios Noticias de Oaxaca y El Imparcial. Forma parte del Colectivo Cuenteros de Oaxaca, México.