ANTONIO PACHECO ZÁRATE*
La Central de Abastos era un hervidero de gente el mediodía en que bajé la cortina del local. La bajé para siempre. Después de veinte años, la venta de celulares se había convertido en una puta en decadencia que sostenía un zapato con el tacón roto en la mano y un trazo de lápiz labial que iba de los labios a la barbilla. Nadie me esperaba en casa y yo no esperaba ya nada de la vida. ¿Y los que algo esperaban de mí? Podían irse, en perfecto español, a tomar por el culo.
No necesitaría más el llavero; lo aventé como si escupiera, sin fijarme en dónde caía. Fue a dar a los pies de la China, que llevaba rato sentada en la banqueta. Se volvió para mirarme desde la angustia y le brotó una sonrisa de animal herido.
—¿Ya estuvo, jefe? —dijo.
La voz aguardentosa de la China es única; la podría reconocer entre un millón. Aventó la jeringa con la que se había inyectado. Aquí todo mundo avienta lo que ya no ocupa, sea lo que sea que ya no ocupe.
—Ya estuvo, China —le respondí y fui a sentarme junto a ella para robarle un poco de la sombra que proyectaba la cabina telefónica, un armatoste abollado, meado por los indigentes y los comerciantes que pasan ahí la noche.
El sol de agosto elevaba el olor a mierda y a orines de la calle, o del estacionamiento, o del dormitorio, o del baño, que todo eso aquí es lo mismo, y la pestilencia se abrazaba al agrio fermento del gigante de basura en el que la China había encontrado una blusa rosa con flores bordadas de chaquira y unos pantalones de mezclilla en los que, si bien bailaban sus piernas flacas, no había roturas excesivas. Sus rizos brillantes por la seborrea, y su piel morena y tostada por el sol la hacían aparentar más años. Que pendejada digo: la China tendrá por siempre la edad de la inocencia.
—Inyéctame, China —le dije y señalé el líquido ámbar que sostenía sobre una pierna.
No preguntó nada. Nunca pregunta, sólo hace o ignora. Levantó la jeringa, como aquí se levanta todo lo que otro tira. Cuidadosa como es con la higiene, limpió la punta de la aguja en sus pantalones y llenó la jeringa. Estiré el brazo.
—Tienes buena mano —le dije—. No dolió.
—Soy enfermera.
—Antes decías que eras policía secreta.
—Lo era —respondió—, pero renuncié porque no pagaban a tiempo.
Sentí un sueño pesado que se disipó en una vertiente de burbujas de colores que se mezclaban unas con otras y se rompían en la luz. El viento serpenteaba sobre mi rostro, helado como el infierno, y dibujaba caminos sobre la nariz, sobre la frente, y sin dar señales previas me hizo pedazos. Me supe más fuerte que ninguno. Era energía pura. Apreté los dientes, pero conseguí gritar que era el nuevo rey de la nada. La China sugirió que nos fuéramos a otro lado. Alegó que ahí me conocían y podía pasar después alguna vergüenza o cualquier otro sentimiento inútil de los que presumen los cuerdos. Nos levantamos y echamos a andar por los pasillos, rumbo a las bodegas de frutas. Ella sabía, aunque yo no lo hubiera dicho, que teníamos planes para el resto de la vida y de la gente. Nos sentamos en el escaño de una tienda con la cortina cerrada, cerrada en definitiva y por quiebra, con toda seguridad, que aquí te hace quebrar la burocracia o la mala suerte, el tiempo que dures en pie es una lucha encarnizada contra las dos.
La China partió con los dedos la papaya que había levantado en el camino. La mitad era rojo fuego y la otra una deforme masa de olor ácido. Mordí a prisa y devoré la fruta con todo y cáscara.
—Los antioxidantes son importantes —le dije y escupí las semillas a donde las moscas esperaban ansiosas en un zumbido constante y sincronizado.
Cuando la policía apareció para ahuyentarnos, le dije a la China:
—Vámonos afuera de la tienda de plásticos.
Estuvimos media hora allá, porque los mismos policías llegaron para volver a corrernos.
—Vámonos otra vez a las dulcerías —dijo ella.
Poco a poco se nos habían unido otros de sus conocidos. Éramos más de diez y pronto seríamos más de cien. Un muchacho se acercó mostrando una jeringa y un puño cerrado hacia abajo.
—Haz paro, China.
—Estás pendejo —respondió. Cada palabra era una púa en su garganta—. Te acaban de inyectar hace rato.
El muchacho nos miraba suplicante. Su mano apretaba la jeringa. Había dejado al descubierto la envoltura de papel aluminio.
—Yo lo hago —le dije.
—Jefe, pero si usted ni sabe inyectar.
—No me digas —repliqué—. Si aquí no inyecta el que puede sino el que quiere. Y yo quiero.
Una vez que prepararon la mezcla, procedí a inyectarlo con la delicadeza de un doctor graduado con honores. Directo a la vena. Con todo y aire. Revisé mi billetera. Saqué un billete y pedí que me vendieran otra dosis. Nadie tenía, pero podían conseguirla. El muchacho parecía un péndulo, o siempre lo había sido, oscilando entre la desgracia y su futuro maldecido. Cuando volví a inyectarlo ni se enteró, pero correspondió con una sonrisa violenta mientras su mirada se perdía entre las nubes de esta ciudad que nunca, nunca, volverá a ser menos violenta que esa sonrisa, ni volverá a conocer la paz hacia la que él se encaminaba triunfante. Quise que nos marcháramos, pero la China, tan de buen corazón como es, no quiso hasta que el muchacho se quedó dormido. Para siempre. Que así se ayuda a la gente: sacándola de tajo de los infiernos para los que nunca compró boleto.
Eran las dos de la tarde. La hora en que come el que no trabaja. Se malpasa el que tiene quehaceres y nosotros no teníamos más pendientes que apurarnos a seguir muriendo.
Fuimos al módulo de los hermanos evangélicos y nos formamos entre cánticos y alabanzas. Los peroles habían sido llenados por la abundancia de la penitencia. El vapor del caldo anaranjado y espeso y los trozos de pollo nos hacían agua la boca. Comimos con los platos de unicel sobre la banqueta y las tortillas en el suelo.
—¿Cómo llegaste aquí? —le pregunté a la China.
—De repente ya estaba —respondió.
Terminamos en silencio y, como es debido, fuimos a dormir a la sombra de los árboles. Un sueño remilgoso que interrumpió otra vez la policía. Enfurecidos volvimos a cambiar de sitio, ¿qué más si no eso? A donde fuéramos, para desgracia de ellos, seguíamos existiendo. En el trayecto descubrí que me faltaba la billetera. La china se había detenido a discutir con otra indigente. Le reclamaba una bolsa de ropa que le había robado y la amenazaba con hacerle saber quién era ella.
—Ya no somos nadie, China —le dije—. Ya no pelees, a menos que sepas que puedes hacer trampa.
La enteré de que necesitaba más piedra, pero que ya no tenía dinero.
—Alguien me lo robó y estoy seguro de que no fue el gobierno, y no por inocentes los cabrones, que quede claro, sino porque era muy poco.
La China, precavida como ella sola, había puesto a salvo la billetera. Conté menos de la mitad de lo que tenía, pero qué importaba. El vagabundo para seguir no necesita dinero y de lo que necesita, yo tenía de sobra. Compré otra dosis que ella misma me aplicó. Atravesamos la Central por primera vez mía sin reparos. No había necesidad de abrirme paso a punta de empujones o insultos, mucho menos de permisos. La gente se apartaba sola al vernos avanzar. Bajaban la mirada con respeto o la desviaban apenas los miraba. Los diableros eran los únicos que insistían en demostrarnos que habíamos escogido la ruta incorrecta. Nos adentramos entre puestos y pasillos infinitos.
—¡Mira, China! —le dije sin caber en mi asombro—. Se trajeron la Catedral a la Central de Abastos.
Había caído la noche y una luna gigante acariciaba la cúpula. Los que se atrevían a mirarnos lo hacían de modo que entendiéramos que lo habían hecho por equivocación.
—A mí la gente me vale madres, jefe —dijo ella.
—No digas eso, China —la reprendí—. Necesitamos quien nos la pague, ¿y quién más si no la gente?
Volvimos por donde habíamos venido. Arrastrando los pies en los archipiélagos paridos por la lluvia y los ronquidos bajo las sábanas de plástico en los escalones de los locales. Llegamos al mismo andador del mediodía. Nos detuvimos frente a la fábrica de chocolates y trepamos la enorme pared usando la pirámide humana que hicieron tirándose unos sobre otros los cientos que aquí aguardaban la muerte.
—Los cerillos, China —le digo al llegar a la segunda planta.
—Aquí están, jefe —responde.
Y contemplamos extasiados el tanque de gas de trescientos litros.
*Antonio Pacheco Zárate. Oaxaca, México. Ha publicado en periódicos locales y en distintas revistas y páginas literarias. Es autor de la antología de cuentos a la que da título este cuento: Sol de agosto (Ediciones independientes Matanga/2020) y de la novela Centraleros (Matanga Taller Editorial/2021).