RENATO GALICIA MIGUEL*
Por aquí vengo al mandado, por aquí cruzo siempre, me late mucho pasar por este corredor, pasillo, el de los chapulines, las clayudas y la miel. Vengo a comprar las verduras, la fruta, las tortillas de trigo, porque mi mamá era de Jaltepec, Nochixtlán, y ahí las hacen. Y aquí las venden.
Miren, cuando se anda en la Central de Abastos (lo correcto es Abasto, en singular, pero aquí eso vale madres) se siente uno vivo, realmente vivo.
Los tacos enchilados o la barbacoa de Tlacolula no tienen madres, sentarse en los comedores para echarse un mole o los tasajos del mercadito de humo, igual. Culturalmente hablando, están muy cabronas estas experiencias.
He estado en la Cuevita echando chela, también he comprado mis Levi’s americanos, de la fayuca, ya saben, que están mucho mejor que los nacionales de la tienda oficial del centro que se plagió diseños indígenas, y aquí compro los huaraches mazatecos originales: hay un puesto en especial donde los venden.
Mi papá, que era de Yolomécatl, Teposcolula, y fue un maestro de obras chingón, hizo una o dos naves de la Central de Abastos de la Ciudad de México, y mi hermana la mayor, Elena, tuvo sus locales chonchos de comida ahí también, uno de ellos en la I-J, que es como se le conoce a las naves ya como marchantes, con esa denominación de doble letra. Entonces, me sé un poco el movimiento del lugar.
La nave donde venden mariscos y pescados es otro mundo a eso de las cinco de la mañana.
La vida de los diableros en la madrugada da para miles de novelas: al principio, cuando inició la Central chilanga, los corredores parecían pistas de carreras de diablos, pero súper cargados, eh, bien altas las columnas estibadas. Los diableros se echaban sus pollas con jerez Corona y yemas de huevo, y se ponían densos, incluso tuvieron que prohibir las pollas porque había accidentes. Hasta muertes.
A lo que voy es que nunca se olvidan las escenas que se ven en las centrales de abastos, se quedan para siempre como recuerdo. Me refiero a la vivencias, a la vitalidad, a esos trances que solo uno logra en el delirio.
Es importante esto, el periodista, escritor y mezcalero Ulises Torrentera dijo alguna vez que la forma en que las clases dominantes empiezan a expropiar y comercializar la cultura, como ha sucedido con el mezcal y los diseños indígenas, es con el lenguaje. Inician con el robo de palabras, siguen con la formas de hablar y las ideas y terminan agarrando todo: la comida, la ropa, las artesanías, incluso las formas de ser, de bailar, las costumbres. Ya saben, como sucedió con las bolsas de palma con asa de cuero, que aquí en la Central las dan a un precio razonable y en las calles del pomposo centro histórico a precios de locos. Y en Zara o tiendas similares, pues ya es algo descabellado… Ya quisiera ver a Zara o las dueñas de ese tipo de empresas cortando palma en Jaltepec, en la zona en la que hay, pienso que lo único que cortarían son sus dedos.
Pinches ridículos, la neta, no sé si han visto cómo se están apropiando de los nombres del populacho: tizne, se llama un restaurante muy acá, quiote le acaban de poner a otro establecimiento, chale.
No hay que dejarse. Eso es lo que quiero decir. O en todo caso, hay que saber darse cuenta quién aporta y quién viene a depredar, a chingar.
He estado viendo videos de Héctor Castillo Berthier, es un sociólogo de la UNAM que algún día entrevisté, que me late por varias cosas: era titular de la entonces delegación Álvaro Obregón y renunció cuando el Día del Grito le pidieron que, además de la verbena popular, hiciera una cena para “ciudadanos distinguidos”.
“Que me perdone Carlos Monsiváis —dijo—, pero yo no sé qué es un ciudadano distinguido”. No la hizo y renunció. O la hizo obligado y renunció, no recuerdo bien.
También me late mucho, ese sociólogo, porque creó el Circo Volador, un proyecto para los llamados chavos banda, los de los ochenta en la Ciudad de México, los Panchitos, los Buk y otras bandas —un término que se han apropiado los cultos, por cierto: banda, se dicen entre sí, chale, que no mamen—, en lo que era el cine Francisco Villa, cerca de donde está otro de los mercados icónicos del país, el de Jamaica, donde venden flores a lo cabrón.
Y sobre todo me late porque trae una onda que llama investigación social aplicada, que es aquella que sirve para cambiar a la sociedad, donde están los madrazos, y no para andar alucinando reflexiones teóricas y epistemológicas, como les llaman —estoy citando a Héctor Castillo—, para presumir intelectualez, que no sirven para nada en el trabajo real, como tanto sucede en nuestras llamadas zonas cultas, como la del centro histórico de aquí cerquita.
Aquí en el Mercado de Abastos hay infinidad de cosas que contar, pero casi nadie lo hace: ni sociólogos ni historiadores ni periodistas ni escritores. Todos andan en su onda muy acá, de alta cultura, de alto pedorraje, dijera mi cuate el Sapo, que la neta muchas veces es pura payasada, pura mamada, pues.
Y aquí, en este marco, en este contexto, es que quiero mencionar que de pronto apareció Antonio Pacheco Zárate, un cuate, un canijo, un cabrón de Santa Catarina Juquila que un día llegó y puso su negocio de celulares y se sintió como en su casa, precisamente, digo yo, por la vitalidad que emana de la Central.
Aquí en la Central está la vida, cabrones y cabronas.
No voy a realizar un análisis sesudo-literario-apantallador. Solo les voy a decir que en Centraleros se cuenta la vida, como en toda novela chingona.
Y que hay que leer Centraleros, hay que comprar la novela, por lo tanto. Esto sí es un comercial. Es una manera de hacer la competencia a los acaparadores de libros, a las grandes editoriales que están lucrando con la cultura de Oaxaca. Porque, además, nos estamos dando cuenta por fin que podemos generar una economía que no dependa de los grupos de poder, sean mafias gubernamentales o de esas que llaman de “élite”, que es lo mismo que “distinguidos” —que como dice Héctor Castillo, quién sabe qué madres sea eso—, una economía que incluso puede funcionarnos mejor.
*Texto leído en la presentación de “Centraleros” en el Espacio Lalitho, pasillo de Chapulines de la Central de Abastos, por el autor, periodista cultural oaxaqueño.