NIALL LYNCH*
No hay nada más sencillo que reconocer las donaciones. Es en todo caso, visto como la donación en sí misma como un acto de caridad. La propina que la sociedad ofrece al mesero o mesera más atenta, quien a su vez la espera de alguna persona.
Y ésta es la dificultad que encontramos al reconocerla. Porque, al hacerlo, sutilmente trivializamos lo que se está reconociendo. Una sueva palmadita en la cabeza. ¡Buen chico! Toma esta paleta. ¿Acaso somos personas maravillosas, solo por decirlo? El reconocimiento de la donación corre el riesgo de convertirse en la degeneración de un auto-reconocimiento innecesario. Por lo tanto, el dilema de ver a la persona con esta tarea de ofrecer este reconocimiento no tiene sentido de alguna forma. Un dilema que encuentro en este momento, al escribir sobre las donaciones de Piso Roma a través de la exhibición “Círculos Virtuosos”. Muy contento de estar aquí.
Feliz porque la naturaleza de esta promesa, y de los contextos tecnológicos y sociales, ambos se asumen y se expanden, nos dan una oportunidad de reflexionar en el papel del arte y la donación en un mundo digitalizado de reproducción infinita. Que es en el mismo sentido un acto de caridad.
Pensando sobre este dilema me hace recordar el libro del gran filósofo Walter Benjamin, El trabajo del Arte en la Era de la producción mecánica (Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit), publicado en 1935. En la mitad de una década cuando fantasear en los avances de la industria tecnológica, particularmente por los movimientos fascistas y sus gobiernos, seguían en aumento. Siendo un filósofo alemán, su argumento y estilo es en verdad muy complejo y frecuentemente obscuro. Pero su compresión básica del tema que se plantea a sí mismo para el análisis es muy importante para lo que está sucediendo hoy.
Benjamin empieza con la observación de lo que hasta ahora “La era de la reproducción digital” en tanto que reproducir cualquier obra de arte era un proceso muy difícil y minucioso que con frecuencia requiere de mucha habilidad, esfuerzo y tiempo como la creación original. El reproductor tenía que ser casi tan hábil como el artista original (aún existe en la falsificación de arte actualmente).
Debido a esto, las reproducciones no pudieron disminuir ni amenazar el valor del original. A lo sumo, podrían crear más interés en conocer el original, provocando un mayor valor. Las formas antiguas de reproducción, por lo tanto, eran publicidad para el original, no un reemplazo para éste.
Pero esta dinámica se revirtió, según Benjamin, con la invención de la fotografía. Porque la fotografía podría reproducir de forma infinita y accesible, no solo la vida observada en tiempo real, en el mundo real, sino también cualquier obra de arte. La fotografía, Para Benjamin, es el primer tipo de arte que es inherentemente mecánico. No es una forma secundaria de producir algo no mecánico. Esta revolución, a su vez, transformó la obra de arte en un conjunto de transacciones infinitamente reproducible dentro del nexo del intercambio capitalista.
Esta transformación llevó a otra que quizás sea más fatídica. El proceso de reproducción mecánica, una vez perfeccionado, separó la obra de arte de lo que Benjamin llama su “aura”. Es decir, la vasta acumulación de significados culturales e históricos que la obra de arte original incorpora a lo largo del tiempo. El aura de la obra de arte le permite evolucionar como un ser vivo, absorbiendo nuevos significados y expulsando los antiguos, recibiendo la capacidad de representar nuevas realidades que no podrían haber sido imaginadas cuando se creó originalmente.
La reproducción mecánica, sin embargo, borra este proceso al congelar el original como mosca atrapada en el ámbar de una fotografía, donde nunca cambiará o se convertirá en algo nuevo a los ojos de los nuevos espectadores.
Al final el triunfo de la reproducción mecánica se convierte en su capacidad para exigir que el arte se produzca de tal manera que pueda multiplicarse fácilmente en una serie infinita. Eliminando así la posibilidad misma de un “original”. El arte de Andy Warhol representa el final de este proceso. Son los procesos de producción mecánica los que ahora definen lo que debe ser el arte. El arte se convierte en copia porque de otro modo no tiene valor inherente.
Entonces, ¿qué puede significar todo este filosofar cuando se aplica a una subasta de obras de arte donadas en apoyo a los blogueros y críticos culturales en Internet? Respondamos a esta pregunta con otra pregunta: ¿Cómo sería el análisis de Benjamin si se aplicara a la era de la reproducción digital, en lugar de a la era de la reproducción mecánica?
En la superficie, parecería que la digitalización representa otro avatar, y una evolución superior, de lo que la reproducción mecánica introdujo en nuestra experiencia del arte. Sin embargo, esto sería un error, porque esta percepción no detecta la ironía implícita en las relaciones entre los dos procesos. Una relación de conquista disfrazada de continuidad. Porque la digitalización, y su hogar en Internet, han desplazado a la copia mecánica como centro de valor de la misma manera que la copia mecánica reemplazó al original artístico.
Porque en el mundo digital no hay copias. Solo cosas que aparecen y desaparecen, sin origen ni destino. Las representaciones gráficas en Internet no pueden ser copias de algo que las precede. Nadie pregunta si JPEG es un “original” o la copia de otro. Se consideraría una pregunta radícula.
Para empezar, no pueden ser copias, ya que nunca ha existido un “original”. Existen en un eterno ahora, donde serán reemplazados en un segundo por otras representaciones que surgen de la nada, y colapsan de nuevo en la nada cuando presionas “actualizar” (refresh). Su desaparición no es más original que su apariencia.
Tan interesante como este fenómeno puede ser (o no, su elección), lo crucial a tener en cuenta es que esta eliminación de la distinción entre original y reproducción también borra las relaciones de poder entre ellos, independientemente de cómo esas relaciones de poder pueden haber evolucionado y revertido, en el pasado.
Lo que significa, a su vez, que sus relaciones económicas, y las fuerzas del mercado creadas por ellas, tampoco existen. Porque este era el tema central del argumento de Benjamin. Que la dialéctica entre original y reproducción era sólo superficialmente cultural, pero fundamentalmente económica. Una relación amo-esclavo al servicio del capital, sin importar qué polaridad fue dominante en un momento dado.
Porque esto es así, el significado del acto de donación también cambia fundamentalmente. Al igual que las condiciones de su posibilidad. A lo largo de la historia del arte, hasta hace muy poco, el acto fundamental de la donación era para el artista. Un acto de donación incrustado en la relación del artista con un mecenas adinerado, que patrocinaba su arte, que no requería de él más que crear arte que mejorara el estatus del mecenas. Fue un contrato social de arriba hacia abajo.
Sin embargo, en Círculos Virtuosos vemos la reversión de este antiguo vínculo feudal. Porque en este caso son los artistas los que están creando el acto de donación. Son los artistas los que están donando a aquellos que de alguna forma requieren de su apoyo para continuar produciendo.
Son los artistas los que se han convertido en mecenas. Lo que significa que los objetos de su caridad, los periodistas de arte que desinteresadamente dan su inteligencia, trabajo y pasión a estos artistas, se han convertido ahora en los nuevos artistas. Y todo esto ocurre sin necesidad de relaciones sociales feudales o esclavitud económica. Es el acto de donación que ha heredado el aura que una vez envolvió la obra de arte, liberándola de su esclavitud.
Quizás lo que deberíamos celebrar es que el brillante análisis de Benjamin nos permite ver esto y ver también que, al estar equivocado sobre la primacía del original, tenía razón en todo lo demás.
*NAILL LYNCH nació en Noruega y creció en Alaska en el Círculo Ártico. Se tituló en la licenciatura en Artes por la Universidad Red en Portland, Oregon, especializándose en filosfía y lengua Rusa. Tiene una Maestría en filosofía por la Universidad de Chicago, donde estudió con Paul Ricoeur. Durantes su estancia en la Universidad de Chicago también estudió literatura del Cercano Oriente y leguas en el Instituto de Oriente. Ha trabajada como desarrollador de software en los últimos 35 años. Esta trayectoria le ha ayudado a explorar las interscciones entre filosofía, arte y tecnología. Actualmente vive en Palm Desert, California, donde continua trabajando en su libro sobre Inteligencia Artificial y sus implicaciones en la cultura. Ha colaborado con la Galería Piso Roma con textos de sala para la exposición “La herencia del Olvido” y recientemente para la Galería Arte de Oaxaca para la muestra “Anecdotario Coincidente”.