FRANCISCO J. SÁNCHEZ
A Doña Eustolia y Don Aarón
En el mundo de los mercados públicos existen principios que expresan las enseñanzas populares, aquellas que se nutren de tanto observar y de tanto vivir el día a día entre gritos, acosos, fricciones, impaciencias y confrontaciones como en cortos, pero intensos momentos de paciencia, tranquilidad, bondad o generosidad.
Quienes vivieron en ese conjunto de ladrillos, acero y cemento, dicen que la territorialidad es feudal y la comunalidad, solidaria; la violencia es tan frontal como el espíritu noble y desprendido de su gente.
Ahí, el control grupal es vocación natural y los liderazgos son tumores ulcerosos -como lo son hoy los agiotistas o el crimen organizado- que, junto con la política, debilitan la naturaleza tradicional del éxito, incluso en su versión costumbrista, que se soporta del esfuerzo personal y el trabajo honrado.
Cuentan los pocos que superaron el siglo pasado y las dos décadas del presente, que los comerciantes, expendedores y locatarios de los primeros mercados de la Ciudad de Oaxaca templaban su prestigio antes de que saliera sol y lo pulían ya muy pasada la noche. Solo los españoles oaxaqueños superaban el mito.
Dicen ellos, que la vida familiar la hacían entre canastos, huaraches, sombreros, carnes, frutas y legumbres. Ahí amontonados, se desayunaba, se comía y se cenaba. La extensión del hogar o la escuela era el local o la tienda.
Pero dentro de las máximas, había una regla que más bien parecía profesión de fe o una verdad revelada: el hambre pasa, pero nunca se queda.
En efecto, un comerciante llegaba a las seis de la mañana a levantar su cortina metálica enrollable o a quitar las tablas corredizas de los canceles de acero para habilitar la vendimia y, después de poco más de una hora, llegaba una cocinera a levantar el pedido del desayuno que por la tarde-noche pasaba a cobrar.
Un locatario podía pasar toda la mañana sin hacer las primeras tres cruces del día – la primera en la frente, la segunda en la boca y la tercera en el pecho, que significaban la primera venta del día-, pero sabía con toda seguridad que antes de la comida ya podía cubrir la deuda.
El incendio ocurrido la noche del último miércoles de mayo en la Central de Abasto de la Ciudad de Oaxaca también soltó a la jauría humana que lo mismo comercia drogas, mujeres o niños que la intangible tranquilidad o necesidad de miles de vendedores que dependen hasta de menos de un metro cuadrado para sobrevivir.