JOSUÉ SALVADOR VÁSQUEZ ARELLANES
Creíamos que perdíamos el tiempo, y sin embargo el cine y las idas al ídem son para mi generación, el único nexo, la memoria común, la división de clases y la fuente de ilustración más poderosa que tuvimos.
Jorge Ibargüengoitia
Ir al cine fue una charla que tuvo lugar el jueves 4 de abril en el marco del primer Foro Cinematográfico organizado por la Casa de la Ciudad, con el fin de vincular el cine con la Arquitectura desde diversos puntos de vista. Uno de ellos fue abordarlo como espacio público y un ente urbano que va de la mano de los espectadores y claro, de las y los ciudadanos.
Para tal fin se expusieron algunos de los tópicos del libro Ir al cine: antropología de los públicos, la ciudad y las pantallas, de la investigadora Ana Rosas Mantecón, editado por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y que en sus 313 páginas, expone cómo se ha modificado nuestra manera de ver películas no sólo a partir de los avances tecnológicos, sino de las distintas formas en que habitamos el espacio urbano y que compartimos con los demás; todo en por lo menos un siglo de existencia del cine. Y es que hoy en día ¿qué es un cinéfilo? ¿El que va a la sala de cine o el que ve en el transporte público una película en su celular?
La Época de Oro del cine mexicano no sólo fue el boom de las películas nacionales, sino también el de un público muy diverso, donde ir al cine estaba en el cotidiano de los urbanitas, tanto que las salas de cine de la Ciudad de México son ya legendarias por su arquitectura como por el número de espectadores que llegaban a albergar, quienes al estar sentados los unos con los otros, muchas veces desconocidos, tuvieron que aprender a tolerar la diversidad. Catedrales de exhibición cinematográfica que hicieron del espacio público lugares laicos donde se veían películas de manera cuasi religiosa, haciendo de la experiencia del cine una nueva sacralidad, y de la que sobrevive no sólo una memoria gráfica (folletos, carteles, revistas, fotografías), sino también un peso simbólico en la memoria individual y colectiva de quienes alguna vez hicieron fila, esperaron en el lobby y se sentaron en alguna luneta o palco de aquellos cines.
Todas y todos tenemos una historia personal a través del cine, es una de las maneras en las que nos relacionamos con los otros y con la ciudad. Y no es que Netflix sea el enemigo del cine, sólo vino a reconfigurar la dinámica del público con la manera de acceder a las películas, algo que viene sucediendo desde la aparición de la TV en los 70´s, con el video en los 80´s y hoy en día con el internet y las plataformas digitales. Así que no hay una forma purista de ver cine, sino más bien el cinéfilo del siglo XXI tiene la posibilidad de convertirse en lo que yo llamo un Cinéfago(a): un consumidor omnívoro de contenidos audiovisuales nutrido por una dieta que conlleva poder ver películas en salas de cine comercial o circuitos alternos, cineclubs (algunos instalados en espacios culturales y otros más underground), en DVDs (originales o clones), en plataformas digitales (de cobro o gratuitas), etcétera; ya sea en pantallas grandes o no tan grandes como las de la TV o de cualquier otros dispositivo.
México ocupa el 4º lugar mundial en infraestructura de exhibición y mercado cinematográfico, sin embrago los complejos de multisalas están concentrados en las capitales de los estados o centros comerciales, lo que da como resultado que sólo el 30% de la población en México tenga acceso a una sala de cine, o que se tengan que desplazar invirtiendo lapsos de tiempo y espacio largos (90% de los municipios del país no cuenta con un cine); lo que a su vez plantea el tema de la piratería ya no como un asunto de moral, sino como una forma de acceso a contenidos ante una exhibición cinematográfica casi exclusiva para un reducido sector de la población.
No es de extrañarse que el ir al cine se haya convertido así pues, en una actividad de consumo, una experiencia articulada a lo mercantil que implica no sólo ir a ver una película, sino comprar un combo (porque nos han vendido la idea que sin palomitas el cine no sabe), dar un paseo por la plaza comercial y quien sabe aprovechar alguna oferta que nos encontremos, salir de la función e ir a tomar algo, o de paso hacer el súper. Tampoco es que se tenga que ver de forma negativa o despectiva que los cines estén instalados en las plazas comerciales, pues al final de cuentas el centro comercial se vuelve un espacio público de calidad, seguro y de convivencia que quizá colonias o barrios periféricos no tienen.
Por fortuna en México, y Oaxaca, hay una expansión de festivales de cine y cineclubs en donde los que mayormente están involucrados son los jóvenes, procurando la posibilidad de ver cine en pueblos, rancherías y otras lugares como cocheras, bibliotecas, escuelas, casas (hay un cineclub en la cd. de Oaxaca que proyecta en una carpintería: La Pantalla Diabólica) y demás espacios que retan el control sistemático de la industria de la exhibición acaparada por nuestro vecino EU (tan ceca de Hollywood y tan lejos de Dios); a veces con mucho esfuerzo y dificultades por lo que deben ser objeto de políticas públicas que garanticen la exhibición diversificada social y geográficamente, y que al ir a un múltiplex no esté la misma película en casi todas las salas, sino que haya un acceso a la cinematografía nacional que hoy en día produce más películas que la Época de Oro. No hay un divorcio entre el cine mexicano y su público sino del cine mexicano y sus exhibidores, pues el cine mexicano es diverso y aprendemos un poco más de nuestra diversidad viendo más cine mexicano; y por ende, las políticas públicas tendrían que abarcar productos audiovisuales y plataformas, no sólo el fenómeno cinematográfico.
Ana Rosas Mantecón menciona la Pedagogía de la alteridad: espacio donde aprendemos a estar con otros, aunado a tener que ver películas como parte del currículum escolar para aprender cine y a disfrutarlo viéndolo, y de paso conocer otras narrativas, otras realidades, otras historias. Hay que dar la batalla por las salas de cine emergentes e independientes (como OaxacaCine), aunque el campo de batalla se haya complejizado así como el campo del placer; aprender a negociar mejores condiciones para la exhibición cinematografía no sólo de lugar sino de contenido, pues al final de cuentas el cine también es un catalizador y formador de imaginarios, de identidad. Eso sin olvidar los derechos cinematográficos de las personas que no caminan o se desplazan de otra manera, la necesidad de rampas o accesos; o pensar que personas con deficiencia visual pueden disfrutar de este derecho cultural.
Dar la batalla por el cine es no pensarlo sólo como como una forma de entretenimiento, que lo es, sino como una forma de sociabilidad donde está su potencial, para pensar las políticas públicas y también urbanas que apuesten por las salas de cine y espacios de exhibición como una forma de restaurar el tejido social, tan herido hoy en día, apostando por la convivencia y ejercer la urbanidad, estar juntos, aprender a estar juntos, y pensar el ir al cine como un derecho, un derecho de acceso a la cultura por el que vale la pena pelear.
Bibliografía:
Rosas Mantecón, Ana. (2018). Ir al cine: antropología de los públicos, la ciudad y las pantallas. (1a ed.). Barcelona: Gedisa. 313 págs
*Cinefágo: El que tiene el hábito de comer y devorar cine.
#NosVemosEnElCine
Nota de la Redacción: Este texto se publicó originalmente en el Anuario 2019 de La Casa de la Ciudad, el cual se puede descargar en la siguiente liga:
https://casadelaciudad.org/wp-content/uploads/2019/12/ANUARIO-2019-WEB.pdf?fbclid=IwAR1Ur3tVCc4IVOR5Nm3TZsdeoWuay1Rf4IcRDIss2PBEa1nlv4sYYKWK2QA