JORGE MAGARIÑO
Para Doña Reyna son estos recuerdos
Una fotografía es como una estatua: copia del engaño, consuelo del tiempo.
JAIME SABINES
En la fotografía, tornada sepia por el tiempo (cincuenta y ocho años ha), dos niños posan para la vieja cámara Kodak del tío Erasto, quien supongo llegó de vacaciones a Juchitán con su familia, que es como decir: mi tía Juanita y su primer hijo.
Él había nacido en Juquila Mixe; joven, viajó al Distrito Federal, aprendió habilidades de la contaduría, según quiere decirme la memoria. Allá conoció a la hermana de mi madre, recién llegada de Juchitán. Casaron.
Ese primogénito es quien levanta el brazo derecho hacia la Kodak, apunta con el índice, acaso la desafía desde la profundidad de su mirada, tierna como un cogollo que asoma apenas a la luz de la vida.
De su cuello pende una cadena de oro, rematada por un dije que no alcanza a contarnos su figura. Debió habérselo comprado la tía en aquel mercado que se incendió setenta años después. O tal vez fue una hechura de Tomás Orozco, vecino de la casa construida por el abuelo Moisés, hecha pedazos por el manotazo terrible de la tierra, un siete de septiembre del dos mil diecisiete.
(Dos años más tarde de aquella sacudida, la casa no quiere renacer; tal vez la burocracia, tal vez la indolencia de los responsables de la edificación, han vuelto asfixiantemente lenta la resurrección de lo que fue alguna vez una morada solariega, ante los descorazonados ojos de mi madre.)
El otro pequeño sienta el precedente de lo que ahora es la mirada de este hombre cuasi maduro y torpe. Pasea por cualquier lado la vista, menos al objeto que quiere atraparlo en el recuerdo. Sus hombros caen displicentes, su mano izquierda dibuja travesuras. Hay una ligera sonrisa juguetona entre sus labios.
Ambos, desnudos, se hallan sentados sobre un petate de palma, sobre cuya superficie cruzan, de esquina a esquina, dos franjas coloridas, acaso rojas y moradas. Esto último es sólo querencia de un recuerdo menos antiguo. Detrás, casi imperceptible, una palangana de peltre, pintada de blanco, con los bordes azules, muestra una desportillada superficie.
Un sol de la una de la tarde, según parece, tiende su luminosidad y su calor sobre el primer plano de la escena. Detrás, las sombras se deslizan poco a poco.
Esto me dice la imagen que tengo delante mío, montada en un pequeño caballete, portarretrato que le dicen. La memoria no me habla de ese tiempo.
Acaso el recuerdo más antiguo que tengo de mi infancia, es aquel en donde camino al lado del mismo personaje de la fotografía, mi primo, mi hermano José; músico él que troca con frecuencia el abc de los números contables (herencia de su padre Erasto) por el do re mi de la guitarra y las canciones en inglés de los años ochentas del siglo pasado.
No veo, me contaron, que deambulamos por los rumbos aledaños a la calzada Eduardo Molina tomados de la mano. Observo sí que enfrente hay un paisaje árido, acaso montones de basura, pocas casas en lo que más tarde será la colonia Díaz Mirón.
Por mi cabeza navegan botes metálicos, de los cuales asoman verdes plantas adosadas a la pared que está enfrente de las pequeñas casas del vecindario, dos metros de pasillo de por medio. Estaríamos entonces cerca de los tres años de edad.
¿Veo realmente unos eucaliptos? O son ramas y troncos que mueve el aire tiempo después. No lo sé. El tren de la memoria silba débilmente por los rieles de la vieja infancia.
“¿Quién canta? El que lloró hace rato. ¿Quién va a vivir ahora? Los que estábamos muertos”, vuelve a hablar don Jaime, el de Tuxtla.
Santa María Xadani, cerca de los sesenta, 2019.