WASHINGTON, D.C.- La estrategia de la oposición demócrata y el stablishment liberal ha estado perdiendo el tiempo más de dos años en su lucha contra Donald Trump: su argumentación es ideológica en una sociedad del consumismo y el confort, con votantes rencorosos contra el Estado y con el uso de fondos públicos para instituciones progresistas que sólo benefician a unos pocos.
En el 2016, como para explicar el ascenso y victoria casi segura de Trump, la socióloga Katherine Kramer publicó su investigación The Politics of resentment o La política del resentimiento: los votantes de condado estaban irritados con el abuso de gasto de los funcionarios liberales usando los recursos fiscales del pueblo. A esos votantes apeló Trump y todavía esos votantes podrían responderle en el 2020, sí sobre todo los demócratas y liberales siguen combatiendo a Trump por conservador.
La vida política cotidiana en la capital de la nación en nada ha cambiado de los tiempos de Clinton, Bush y Obama. Como que hay dos niveles: el de los que viven/discuten/padecen la política y el del ciudadano que mide sus simpatías por su empleo y poder de compra y por su lectura tangencial sobre la lucha por el poder. Hasta ahora Trump se ha visto beneficiado con un crecimiento sostenido de la economía.
Hay un curioso escenario que sólo puede leerse con frialdad y desapasionamiento: los ardores que despierta Trump en una parte de la sociedad, sobre todo porque no se ciñe a los viejos protocolos de la estabilidad política; y la realidad de los equilibrios de poder que tienen que ver como una política vista a distancia. Trump ha perdido batallas, pero no votos; y ha ganado posiciones, pero no votos. Trump puede ganar la candidatura republicana para la reelección y volver a dar el campanazo en las votaciones, sin que se deba a su proyecto político e ideológico, sino a su tenaz capacidad de supervivencia que no se había visto desde Ronald Reagan (1981-1989).
Las recientes afirmaciones en el sentido de que el dictamen final del investigador Robert Mueller o las de la líder demócrata Nancy Pelosi de que no se iba a juzgar la destitución de Trump sino el uso del poder para obstaculizar investigaciones ha desencantado a los sectores duros de los demócratas y de los libérales que ya veían a Trump siendo destituido por el Congreso o por la 25 Enmienda Constitucional que permite que la mayoría del gabinete declare incompetente al presidente.
Los equilibrios políticos tradicionales, pendulares, de la política estadunidense han sido destruidos por Trump, seguidores y adversarios. A Trump le han tundido con todo, quizá como punto culminante el libro Full Disclousure —Toda la revelación, en traducción libre– de la actriz porno Stormy Daniels, que había tenido sexo pagado por Trump y que nunca se pudo colocar como tema de debate político. Pero es ese libro la actriz –que ha ido perdiendo sus demandas contra Trump– “revelaba” el supuesto tamaño del miembro sexual del presidente.
O el reciente caso de la publicación de fotos que indicarían que en algunos eventos Trump no asiste con su esposa Melania sino con una doble llegó a provocar ya aclaraciones de fuentes de la Casa Blanca.
La estrategia de polarización social y política promovida por los demócratas y liberales ha fallado porque los estados de ánimo de la sociedad son otros y no afectan simpatías políticas. Trump ha visto sostener sus bonos políticos al enfrentar él sólo –bueno: él y su twitter– a la guerra de declaraciones con los demócratas y liberales. En el fondo, esa batalla nada tiene que ver con proyectos de nación o estrategias de desarrollo.
Trump es un político astuto, sin límites en su defensa; sabe del poder mediático de la Casa Blanca. Sólo él se importa y no ser tienta el corazón en sacrificar a quien sea. Al final, comprende que para los otros es más importante el poder de la Casa Blanca que los pruritos morales; mucha gente ha aceptado las humillaciones de Trump o se ha ido convirtiendo al estilo atrabancado de Trump para ejercer el poder.
Lo que antes definía triunfos y derrotas políticas –la política exterior y la política de defensa– sigue sin modificarse, salvo por ajustes de la circunstancia: Afganistán, Irán e Irak van como siempre, Corea del Norte en un platillo que hubieran querido los demócratas Obama y Clinton, Venezuela ha aglutinado a los republicanos, el repliegue en Cuba reconstruyó el lobby cubano, la defensa de Israel como aliado quitó el juguetito a los demócratas.
Trump es lo que es: racista, supremacista, puritano de siglo XVII, ultraderechista, reaccionario, anti derechos civiles y lo que quieran agregarle. Pero tiene adversarios liberales que insisten en esos valores como crítica, cuando se trata justamente de productos políticos que tienen muchos seguidores en los EE. UU. El problema lo detectó muy bien Trump: el liberalismo se construyó con gasto público social. Y con astucia Trump no liquidó leyes sociales –el aborto, por ejemplo–, sino que le quitó subsidios públicos.
Y aquí se está dando otra batalla radical: el debate a favor del socialismo como confrontación a Trump –los demócratas Bernie Sanders y Ocasio-Cortez–, lo que ha provocado el pánico en la derecha conservadora no radical que ha tenido que irse alineando a Trump. Se trata, claro, de un socialismo social, no comunista, eso sí contra los ricos, con mayores programas sociales y gasto, mayor Estado, justo los puntos que han centrado el conservadurismo de Trump.
Este año será de guerra de posiciones. Y la batalla real estará en el 2020: candidatura, campañas y elecciones. Ahora sí, la madre de todas las batallas.