El sistema político mexicano ha sido estudiado en el extranjero, pero es un fenómeno irrepetible porque se construyó sobre bases históricas. El 4 de marzo el PRI cumplirá 90 años de existencia, setenta y siete en la presidencia, dieciocho como oposición –sumando doce del PAN y los seis de Morena y López Obrador– y sigue vigente.
En los años noventa del siglo pasado, antes de morir, el todopoderoso líder obrero priísta Fidel Velázquez hizo dos invocaciones casi como maldición gitana: “a balazos ganamos el poder, y a balazos nos lo tendrán que quitar”; bueno, el PRI perdió la presidencia en las urnas en el 2000, pero siguió en el poder y regresó a la presidencia a la vuelta de dos sexenios.
La otra fue tergiversándose hasta quedar así: “el PRI no es inmortal, sino inmorible”. Las interpretaciones son muchas; la más convincente dice que el inmortal siempre vive, en tanto que el inmorible nunca muere, un matiz posible; el primero sería casi una santificación; la segunda es el mundo de los no-muertos, una República priísta Zombi.
Sea como sea, el PRI llegará a los noventa años: 1929-1938, Partido de la Revolución Mexicana 1938-1946 y Partido Revolucionario Institucional 1946 a la fecha. Cada derrota presidencial habla de reformar al PRI y hasta cambiarle de nombre, pero al final se evita esa decisión porque el PRI es parte de la historia política del México posterior a la Revolución Mexicana 1910-1917, del estallamiento de la guerra civil hasta la Constitución que fundó el régimen.
El PRI nació después del régimen constitucional de 1917, pero lo hizo como una forma de mantener el poder. En 1928 el general Álvaro Obregón violó el principio de no reelección que había llevado a la revolución contra el dictador Porfirio Díaz por sus reelecciones de 1876 a 1910 y ganó las elecciones en 1928, pero fue asesinado a un mes de su victoria. El presidente saliente Plutarco Elías Calles construyó el régimen político con tres decisiones: convertir al presidente de la república en el centro del poder, crear un partido para regular el reparto del poder y mantener la presidencia con programas sociales populares.
La pérdida de la presidencia por el PRI en el 2000 estuvo precedida por el debilitamiento de esos tres pilares: el presidente diluyó su poder y autoridad, el sistema electoral pasó del control del gobierno a un organismo autónomo y México dejó de crecer a 6% del PIB anual y bajó a 2% promedio de 1983 al 2000. La democracia, en efecto, dio cuenta del PRI.
En el 2012 el PRI regresó a la presidencia ya sin el poder absoluto de antes, pero sí por el deterioro del PAN en el periodo 2000-2012 y por el temor populista a López Obrador. Sin embargo, el gobierno de Peña Nieto hizo proliferar la corrupción, aumentó el número de pobres y no tomó en serio el avance político y social de López Obrador. Las elecciones presidenciales de julio del 2018 posicionaron a López Obrador y su partido Morena con el 53% de voto presidencial y el 53% de voto legislativo.
El PRI se hundió en el 2018: 16% de voto presidencial, 9.4% de diputados y 11% de senadores.
A pesar de este deterioro, el PRI no se da por muerto y los priístas tienen confianza en recuperar posiciones y, como en el 2012, regresar a la presidencia. A su favor tiene el sistema de partidos: Morena es una Torre de Babel de pedacería de otros partidos y muchos priístas en sus filas, el PAN quedó sin liderazgo por la muerte del senador Rafael Moreno Valle y el PRD ha sido desfondado por Morena y corre el riesgo de perder el registro en las próximas elecciones si no gana 3% de votos.
El optimismo del PRI es infundado. Más que ganar la presidencia en el 2024, su principal objetivo es el de sobrevivir a la ola lopezobradorista, a la fuga de militantes hacia Morena y a la guerra interna de facciones. En octubre se debe cambiar la dirección nacional del partido y en su ceremonia de aniversario el 4 de marzo arrancará el proceso. No se prevé una decisión fácil porque el PRI dependía de la fuerza presidencial autoritaria y vertical que hoy no tiene. De partido unipersonal ha pasado a un modelo de coalición dominante formado por grupos de poder: gobernadores, ex presidentes de la república, senadores, diputados, alcaldes, líderes empresariales del partido, facciones de militantes, jefes de las corporaciones obrera, campesina y popular y viejos políticos que quieren ejercer sus patriarcados.
El PRI es un cascarón; su papel estabilizador radica en la negociación de sus pocos votos legislativos y de gobernadores. De 1980 a 2018 aplicó una política económica neoliberal de mercado que le hizo perder bases sociales y populares, y éstas fueron asimiladas por Morena. Por primera vez son menos los cargos públicos ante los grupos de poder que quieren sus cuotas, dejando fuera a nuevos liderazgos sociales. Sólo la vieja élite priísta que exige posiciones legislativas ocuparían los pocos espacios con posibilidades de ganar.
El PRI como oposición ha dependido del fracaso del PAN, del PRD y ahora de Morena. Pero López Obrador no es Fox ni Calderón, ni Morena es el PAN en el poder. La estrategia política de López Obrador busca cuando menos tres sexenios en el poder, dieciocho años, seis para él y los otros doce para sus relevos ya más o menos perfilados. La base social, el carisma y su forma de gobernar con conferencias de prensa todos los días para acusar a todos de todos los males le garantizan cuando menos otros seis años; los otros seis dependerán de su sucesor.
El mediano plazo –dieciocho años– no se ven bien para el PRI. Pero su aspiración no será no-morir, sino evitar la condición de partido-Zombi, inmorible, no-muerto. No hay indicios de que pueda lograrlo, pero lo único cierto es que el PRI no regresará a la presidencia. Lo demás es lo de menos.