Para Rubén Luengas,
que en un concierto de Pasatono
contó la historia
Rodeado por los demás, Arriaga empezó a leer
en voz alta la nota del periódico.
Juan Tovar/ DULCE COMO UN SECRETO
Uno
Para seguir el viento y acariciarlo con la yema de los dedos, para tocar la claridad del día, el canto de los pájaros (para marcharse con el tren y regresar), para eso sirve estar ciego. Que me regresara la vista ni San Gerónimo Doctor lo quiera. Desde que tengo memoria mis ojos están muertos. Mejor. Así no miro la cara de cuche de los militares, las perradas de la gente, el hambre de los políticos ni siento las prisas por ganar dinero, ni veo a las cuscas. Bueno, eso sí. O eso no, las cuscas esperan la oportunidad para hacer de las suyas cuando nadie las mira, cuando entra la noche y les despierta el cuerpo, y para hacer mis cosas no necesito la luz, no tengo vergüenza, sólo escucho, me pego a un árbol y orino. En mi cabeza no guardo miradas, tengo sonidos y voces. Traigo bien acostumbrado al cuerpo, como decía mi madre, “bien meado y bien cagado antes de salir de casa”. Para mirar el tiempo tengo buenos oídos, antes de las ocho tiembla la tierra y se escucha quedito como un tropel de bestias que vienen allá en el campo, el tren pasajero que llega de Salina Cruz. En la tarde suena de pronto un rumor de río grande, lejano, el carguero ya regresa de Puerto México. Esas son las dos horas del día, cuando se marcha y regresa el tren. Antes que pase en temblor de la tierra, en la tarde, llega el olor de la mierda, que a eso huele la carga del petróleo. Pasa rápido y no se detiene, por ahí entre las vías me busco la vida, doy la vuelta para esperar que Mariana cierre la tienda y regrese conmigo a casa. Antes del tronido de tren, entre la mañana y la tarde me busco las horas, llego al mercado donde me encuentro con tantos y tantos olores y tantos recuerdos. Con el olor que sale de las fondas recuerdo a mi madre, la pobre era cocinera, desde niño me enseñó la vereda de la casa al mercado. Una vez estaba caminando perdido, había andado mucho, y me orienté por el olor de la comida, pescado lisa lampreado, el aceite caliente, el olor batido del huevo con la carne gruesa del pescado que vuela alto y baja hasta la nariz del que camina solo en la tierra. Así encontré el mercado, las voces de gente. Porque esto de andar ciego tiene su gracia, me guían voces amigas.
Con la flauta en la bolsa de la camisa, junto al corazón, hago el camino, sé que nada me pasará porque ¿quién golpea a un perro abandonado? Sólo gente sin entraña, pero a esa la encuentras con ojos y sin ojos, porque te la manda tu suerte que también es ciega.
A veces me da por maldecir mi condición de pobre y camino, ando mucho, como perseguido de los infiernos. En la cantina de Melesio, cuando el sol aprieta, al por el mediodía, cuando el sudor escurre hasta mis manos, encuentro paz para la falta de vista. El pueblo es chico pero los recuerdos fijados en el olor y los sonidos hacen grandes y dichosas las horas. No hay nada como el olor del patio de la cantina, huele a mar y montaña, a cuarto con mujer y al amanecer con puerta abierta. Ahí en la cantina llego temprano, antes de la una, cuando se encuentran unos pocos hombres perseguidos por su noche, la borrachera, que piden ejecute canciones de amor y desgracia, revolución y muerte. El hombre es tristeza grande, desvarío, de esa suerte que nadie pide lo arranca la música y la borrachera.
___ Pitero, échate una.
Me pego a la sombrea del almendro y mis dedos entrenados buscan recoger los recuerdos de lo que tocaba mi padre Mariano, el abuelo Juan. Ser ciego es eso, buscar la aprobación de la familia con los recuerdos, vivos en la yema de los dedos y los oídos. Escucho las canciones de tristeza y odio de mi abuelo y trato de acariciar su rostro viejo, cansado. Sé que estoy en la cantina, pero en mi cabeza estoy en el patio de la casa, junto a la hamaca. Entonces sale la música. Y es como si el viejo estuviera ahí, maldiciendo por la desgracia de ser campesino pobre, combatiente de la revolución, soldado de la bola. En la cantina de Melesio, ya entrada la tarde, se acercan las mujeres, piden canciones de amor. Me gusta la voz de las mujeres, suenan como pajaritos madrugadores. Y sus risas, y el agua que baja por sus cuerpos en el patio, cuando se arreglan para recibir la noche. Los viejos me enseñaron a ganarme la vida con el carrizo, a encontrar la forma de la música. El oído, decían, en el oído están los recuerdos. El abuelo y mi padre me llevaron al río, allá por Cheguigo Juárez. “Buenos días, Juan”, buenos días. Juan Pitero le decían a mi abuelo. “Buenas tardes Mariano”, buenas tardes respondía mi padre. Mi padre fue gente sin cabeza, torció el gusto que le dio la tierra por la música, se hizo matancero de marrano. Y así lo conocían, por su apodo, Mariano Cuche. Era bravo cuando se emborrachaba, pegaba a mi madre, y ella fue a sacarlo de la cárcel más de una vez. Le reprochaba el hijo ciego que le había dado, inútil, que no lo podía ayudar en su trabajo. Cuanta desgracia será para un padre tener sueños de dinero y grandeza y sólo contar con un hijo ciego para ayudarlo en su enorme trabajo que se echó a cuestas. Pero así pasa, mi padre murió en el alcohol, nunca fue rico, nunca tuvo dinero, poder, mujeres. Yo de ciego pude disfrutar más. Por ahí se ganaba la vida en las fiestas titulares, en los cumpleaños, en algunas comidas que hacía la presidencia municipal. Mi madre marchaba tras él, yo pegado a la enagua de mi madre, para protegerlo. Todo lo que ganaba se lo gastaba en alcohol. Por eso mi abuelo me enseñó a ganarme la vida con el carrizo, para sacarle la música y proteger a mi madre con mi trabajo. Ya borracho mi padre decía, “la gente come, habrá sacrificio de animales, nadie lo puede parar”. Mi abuelo replicaba ante esa verdad grande: “la gente será triste, habrá necesidad de olvido y alegría y de que alguien cambie sus horas con música”.
Me llevaron a la playa del río, me enseñaron a escoger el carrizo para la flauta por el sonido que deja el viento al pasar entre los canutos. ¿Qué más podían hacer los viejos por un desgraciado ciego? Buscarle acomodo en la tierra, aprender entre los sonidos el tono de la voz que sufre, ser un descarado y ofrecer su música cuando la gente espera la muerte. ¿Tiene otra suerte el hombre sobre la muerte? Alegrar bautizo, boda y velorio de la gente pobre, las necesidades inamovibles.
Me dijeron que nací en el 21, puede ser el 21 o el 10, el año de la revolución. Un ciego no entiende de las fechas del calendario, los años, sólo sabe sumar desgracias a la desgracia. Ni mi madre ni mi padre ni el abuelo Juan sabían leer, poco importa. Sabían de conservar la vida y cuando escuchaban el tropel de los caballos se metían al pozo, federales y revolucionarios robaban mujeres y comida. Esa fue mi infancia, estar con el oído despierto y buscar con la mano la mano de mi madre, guardar silencio como si de pronto entrara la noche. Así hasta que los cascos de los caballos se escuchaban allá, lejos, entonces salíamos del refugio a reconocer la tierra arrasada.
Los caballos convierten en bestia y Dios a los hombres, lo sé desde niño, me lo dijo mi madre. Sobre el caballo el hombre es dos, instante y furia, fuego y rencor; velocidad y galope, logro. Truena la reata en el aire, resopla fuego el caballo, el hombre echa fuego por brazos y piernas. Arriba de la montura, desde el aire, la distancia se acorta, lo repiten las campanas cada tarde. El hombre sobre el caballo es Demonio con sombrero, roba mujer, ganado, mata a otros hombres; lo persigue la lumbre en la que arden las casas. En la memoria tengo el galope de los caballos.
De niño me orientaron las voces, los sonidos. Desde temprano buscaba mi carrizo junto al petate, cuando escuchaba el canto de los pájaros. Llegaba a la estación del ferrocarril, aquello ya era un hervidero de voces. La gente se marcha del pueblo, corren días malos, gana la tristeza, el desencanto. Se aflijen porque la vida no les resulta como la tenían pensado. La cabeza guarda puros engaños, no carga nada que sirva para hacer la vida. ¿Conocen a alguien que haya hecho su vida de ideas? Tengo hambre, la panza pide de comer. Si la gente entendiera que sonidos y olores fundan la vida, otro gallo les cantara, estaríamos todos, el pueblo sería grande, fuerte. Con los que se van el pueblo se hunde en la soledad. Llego temprano a la estación, encuentro un hombre, una mujer triste que dice adiós. Y piden sus canciones. Y toco con alegría, llegan los recuerdos. Hago mi lucha, hago la vida, así me enseñó mi abuelo y mi madre, a ganarme la vida.
El pueblo sufre, lo sé porque escuché maldecir a mi padre, no hay dinero o no encuentran la dicha. El pueblo sufre, maldecía el abuelo. La tristeza es grande, crece desde los pies hasta el pecho y se extiende por calles y casas, el parque y el mercado, la iglesia y los barrios, ocupa la presidencia municipal, desde la silla grande gobierna, sale y se va al río, regresa con una botella de mezcal en la mano. Entra a la cantina y pide más mezcal, no se harta. Luego se topa conmigo, y le canto.
Escuché a mi madre llorar por mi padre, era tan grande su amor por mi padre; la escuché llorar por mi destino, nada vale un hombre pobre y ciego.
Dos
¿Has escuchado el bronce de las campanas? Anticipan la guerra. En un llano al pie de El Fortín -abajo, junto al río corre el tren de los revolucionarios. Las campanas convocan abrazos de amor entre sombras, despedidas. Las piedras tienen sonido de huesos, resuenan como cuando corre un río grande bajo la tierra seca. Las campanas dicen rebelión. Habla la sombra con la piedra, escuchan las aves. ¿Qué historias se cuentan? Lo sabrán las ramas de carrizo que tienen el tiempo del cielo y las aguas frente al destino de los hombres. El muro de la iglesia resiste temblores y revoluciones. Las piedras retienen sonidos infranqueables por el oído humano –dice de tigres, carga la voz finada de mi madre. En Santo Domingo resuenan las botas de los generales.
Tres
Canción de cuna. Una mujer pierde a su hijo, para velar el sueño de la criatura muerta, canta. La canción de cuna le devuelve la vida a su hijo.
Cuatro
¿Qué número de manos indígenas requirió Santo Domingo para levantar su estatura? ¿Alguien pidió perdón por el sacrificio de tantas almas? De lo que pesan las piedras hablan los dioses, las hazañas.
Cinco
Lo que no habrán escuchado mis oídos en la terminal del ferrocarril. Primero aprendí a descifrar la voz del acero, ruge, se encabrona como mi padre, insulta. Con el sol se enciende, con la tarde se aplaca. En la tarde se acaricia con el aire, desde niño los escucho juntarse. En la terminal aprendí también a distinguir la voz de nuestra gente, melindrosa. La voz de las personas de otro lugar de México, de otra tierra, arrastran las erres con las preguntas. Y la voz de los gringos, que nunca dejan de asombrarse por todo. Conocí por la música a gente mala, gente buena, a ninguno les miré el rostro. En mi cabeza mi mujer no tiene edad, sólo está la risa alegre de sus labios. La voz de mis hijos, esa alegría que corre pareja junto a los rieles del tren.
Seis
El ciego Cenobio. Diego y Frida llevaron al ciego Cenobio a la ciudad, allá Cenobio extrañó el canto de los zanates, cuatro soles, los gritos del tren sobre el río grande, la risa de las mujeres desnudas en el agua. Tocó pitu nisiaba (flauta de carrizo) para Bretón, amigo de Diego y Frida. Así el sol nuestro llegó a los ojos surrealistas.