GUILLERMO COUTIÑO AQUINO
Sáquenme de aquí, relatos recogidos, inédito.
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Noche de perro echado a patadas y muerte en el hogar. Ya no más mangueras ni tanques de oxígeno. Está mi anciana siglo de vida, horas de agonía y luego la muerte. Música zapoteca y mezcal que acompañan el viaje de ella: Lucía y sus tres hijas. Antes, el tren de la muerte pasó por mi padre, tía y vecinos.
Lucía, madre de todos y mujer de pocos. Lucía, dijo que la vida es masa, tortilla y sal. El calor del horno colmó la paciencia de sus manos, luego la reuma de los días. Lucía, sola en el mundo y traída por mujer de algún soldado federalista. Lucía y su lengua enramada de sueños. Lucía, cómplice de mi vagabundeo y desobediencia. Lucía, baúl que guardó alegrías y lamentos de todos nosotros los hijos, los habitantes y bebedores en cantina S O S. Lucía, tú que viste morir a tu hija y un yerno salvaje. Lucía, naciste y moriste en los brazos del alba.
¿Cómo saber las predicciones de la anciana? ¿Ella sabía cómo aliviar el dolor que causa la ausencia? ¿Ella sabía de la noche terremoto?
Los animales lo saben: los perros aúllan y los alcaravanes sufren de nostalgia. La cortamortaja anuncia muerte. Las hormigas se esconden ante lluvia y viento, también huyen de hormigueros cuando chasquea la tierra.
Los hijos de lagartos y ocelotes lo hacen diferente, saben que la tragedia no es la muerte: son la ausencia y los días. Llegado el último sol te aproximas a mirar los ojos del viajero y en ese portal descubres que todo está por comenzar. Descubres que antes de morir las personas retornan a la cuna de instintos, como zanates que cantan a la cría recién cazada.
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La abuela Lucía había ingresado muy débil al hospital, ella se negaba a rendirse y sonreía a pesar de que sus caídos párpados hacían lo contrario. Ella no quería morir aún, a sus noventa y siete años anhelaba llegar a la misma edad en que murió su madre.
Los médicos dijeron que su estado de salud no era crítico, sin embargo, los años de leña en comal y humo en el pulmón eran un indicador del final de su vida. Una embolia que apenas se le notó físicamente había afectado sus movimientos.
Lucía sonreía como una joven en fiestas de mayo, saludaba a médicos y bendecía a enfermeras. En su necedad adquirió la costumbre de escupir aunque ya no había saliva por expulsar, así que me pedía que con una servilleta le limpiara la lengua. Yo no accedí a tal capricho por lo cual fui amenazado, siguió insistiendo y yo negándome
-Si no me limpias la lengua voy a gritar que me estás maltratando- dijo la anciana Lucía.
-Ya no hay nada que limpiar abuela. Es más, necesitas beber agua- le respondí.
-Aún vivo y mando yo, así que me limpias o grito- insistió molesta.
Yo negué con la cabeza y entonces ocurrió
-¡Auxilio, ba´du ca… enfermera… este hombre me está maltratando!- gritaba ella mientras yo quedé paralizado, y miraba venir zapatos blancos por debajo de las cortinas que separan a un paciente de otro.
Mientras Lucía sonreía un ejército de enfermeras se abalanzó hacia mí con regaños. Después de unos minutos les convencí que era su nieto y que todo había sido un berrinche por no limpiarle la lengua.
Días y noches a un costado de Lucía. Nebulizaciones y mangueras que ayudan a respirar. Ella sólo preguntaba por sus nietos y amigos que acuden a beber a la cantina de su hija Socorro. En una semana se cansó del hospital y pidió irse. Llegó a casa acompañada de un tanque de oxígeno manual y uno eléctrico, sus nuevos pulmones.
Recostada en su catre, con lágrimas en los ojos la observé en uno de sus últimos suspiros. Sus ojos se habían convertido en un portal, pude ver a su hija mayor agonizar y a mi padre morir.
Tomé el Dodge y me fui a casa, en el camino agradecí por toda la infancia y por toda su complicidad al esconderme bajo sus enaguas.
6 a.m. de aquel tres de septiembre de dos mil diecisiete. El teléfono no deja de sonar. No contesto. Y no es que me negara hacerlo, Dan me toma de la mano y sólo miramos el techo. Lucía había escogido el tiempo exacto para marcharse.
***
La espuma asciende a cada chorro de cerveza vertido en vasos de cristal. El calor se había vuelto insoportable en el tercer día de rezar la recién muerte de la abuela Lucía. Mi madre y tías platicaban anécdotas de la abuela, bebíamos cerveza y las mujeres lloraban y reían. No sabíamos que tres seres y pilares se habían marchado antes del todo y la nada. Del estruendo, silencio y polvo.
Mientras me encontraba de pie y le daba un trago a mi cerveza, observé a hormigas huir de su hogar. Salían con tal prisa que supuse caería una tromba, el intenso calor de la noche lo anunciaba.
La tierra comenzó a moverse de un lado a otro y en menos de un segundo el ruido que surgía en el vientre de la tierra acompañó a poderosos martillazos que nos hizo sentir la ingravidez. Logré agrupar a mi madre y tías, las llevé al viejo nanche para que de su tronco se sostuvieran. Volví por la tía Socorro, ella dormía en su hamaca y no entendía lo que en esos momentos sucedía hasta que trató ponerse de pie.
Alguna extraña fuerza me hizo sacar a todos al centro del callejón, la oscuridad reinaba: gritos, llanto y plegarias. Regresé por mi tío quien ya no pudo bajar del segundo piso. Yo no quería dejarlo y en desesperación le grité que saltara –vete, sálvate tú- fue lo que alcancé a escuchar de él. Salí de nuevo al callejón: caos y polvo.
Mi madre dijo que salía mucho polvo de casa de la señora Ángela, quien vivía con su hermano. Decidí ir a ver qué sucedía: la puerta principal obstruida, hasta que de golpes logré abrirla: el horno para pan destruido, polvo en el ambiente; sólo escuchaba gritos de ayuda: -Aquí estoy… aquí estoy- gritaba desesperada la señora Ángela. Sin pensar en que tendría que aspirar todo el polvo me introduje a buscarla al interior de la vieja casa colapsada. –Mi hermano… Memo… mi hermano- gritaba con llanto la señora Ángela.
Juan, hermano de Ángela, estaba bajo tejas y murillos de madera que habían caído sobre él. Una herida en la cabeza. Mi hermano Alejandro y mi madre me ayudaron a llevarlos. Ambos en shock, no comprendían lo sucedido, la señora Ángela estuvo toda la noche llorando y Juan viendo el infinito sobre el pavimento.
El clima había pasado de un intenso calor antes y durante el terremoto a ligero viento fresco en oscuridad, escombros, polvo y silencio. Intenté comunicarme con Dan, por la mañana del día del terremoto habían viajado a la ciudad de Oaxaca, la señal del celular era inútil y nos teníamos a los ahí reunidos. Minutos más tarde, Dan logró comunicarse conmigo preguntándome si había sentido el temblor. Ella no sabía nada de lo que había ocurrido en Juchitán. Con mi voz quebrándose tuve que decirle que un terremoto había devastado a Juchitán, todo era tragedia y polvo. Quise saber de mi pequeña Emma y antes que Dan me respondiera la señal del celular desapareció.
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Éramos pequeños humanos a la luz de la luna velando la noche terremoto y asustados sin entender a la naturaleza, refugiándonos en algún acto de locura. Tía Socorro sugirió beber mezcal para el susto. Mi hermano Alejandro y yo decidimos ir en busca de nuestro hermano menor. Tomé el Dodge y salimos del callejón sin saber lo que veríamos. Encendí las altas del coche: escombros, fachada de un segundo piso cayendo como cartón, niños llorando abrazados a sus padres ensangrentados, casonas tradicionales convirtiéndose en vacío. El puente de fierro que atraviesa el río Las Nutrías crujía como nunca. Cheguigo devastado, sin casas, sólo llantos. Una señora gritaba de dolor mientras vecinos la sacaban de los escombros.
Con el Dodge en la oscuridad fuimos testigos de la devastación, del caos, de la tristeza y llanto de los niños abrazados. Las mujeres seguían buscando respuesta a lo que había ocurrido. Mi hermano Alejandro no paraba de llorar al ver el colapso de Juchitán. Llegamos de nuevo al callejón y ahí seguían: mi madre, tía Socorro, Lupe, Juquila, Tomasa, Ángela, Juan, Magui, Chu reno, Nino, la luna y el mezcal.
-¿Qué habríamos hecho con abuela Lucía en su agonía y su tanque de oxígeno al momento del terremoto?- preguntó mirándome a los ojos e inconsolable mi hermano Alejandro.