La historia del que bebe en la cantina con el retrato de un muerto me la contó Eusebio Ruvalcaba, no es mía pero la cuento como parte de la suma de historias que me dijo el escritor de Jalisco.
Cuando platicaba con Ruvalcaba la vida parecía crecer palabra por palabra y el relato se convertía en algo ocurrido en mi propia vida. A Ruvalcaba fui a visitarlo un día a su casa, allá por Tlalpan.
Tomamos algo, quizá vodka, yo llevaba mi botella de mezcal. Eusebio me dijo que su padre Higinio Ruvalcaba, el violinista concertino de la Sinfónica de México, fue muy amigo de Silvestre Revueltas; compañeros de parranda, de esos que te llevan ebrio a tu casa, te recargan en la puerta, tocan el timbre y se echan a correr.
Así era Higinio con Silvestre, muy amigos. A los dos músicos les gustaba cogerse a las señoras del mercado, salían de Bellas Artes y agarraban por los rumbos de La Merced. Me contó que el director Carlos Chávez era malo, envidioso del talento de Silvestre, mandaba poner botellas de tequila, de las pequeñitas, en las gavetas del escritorio porque sabía que Silvestre se bebería todo el alcohol que encontrara a su paso.
A Eusebio le agrada contar historias de los desvalidos mientras atacaba con paciencia y sabiduría su copa de tequila (dos características de Eusebio). O de mezcal. O vodka. Eusebio en su infancia escuchó a su padre Higinio contar la vida Silvestre Revueltas, quizá en alguna madrugada cuando su jefe lo levantaba a jugar frontón en la sala de la casa; desde ahí lo quiso mucho a Silvestre.
En cada cumpleaños de Silvestre Revueltas, 31 de diciembre, Eusebio Ruvalcaba salía con la fotografía de tamaño natural del músico de Papasquiaro; atravesaba la calle, entraba a la cantina con la foto a cuestas, con solemnidad la depositaba en una silla en su mesa y pedía dos copas para celebrar la vida con su muerto.