Eusebio tenía un modo singular de hacer su escritura.
Salía de la ruta que llevaba en su auto, se estacionaba en un café. Pedía su copa de ginebra y escribía en el mantel. Así las horas. Que no eran muchas, quizá dos, dos y media, tres a lo sumo el que duraba el congestionamiento vial, el tráfico rumbo a su casa. Entonces, como cualquier ciudadano que conduce su auto en la metrópoli pedía la cuenta, pagaba, salía con la mente clara y una historia, un poema, un libro entre sus papeles.
No compraba libretas, nunca lo vi usarlas. Escribía sobre el papel que tenía al lado. Y escribía en un café, un restaurante, mientras se bebía su trago de ginebra. Me convenció su estilo, marcar la producción de su literatura por los atascos, el congestionamiento vial en la ciudad. Que es una forma efectiva de usar el tiempo, porque el asunto literario es un tiempo paralelo al tiempo que vivimos. La escritura se hace mientras pasa algo.
En el caso de Eusebio él hacía su escritura mientras volvía la paz a las arterias de la ciudad, se terminaba el congestionamiento.
La duda de todo hombre que quiere dedicar su vida a la literatura es llegar a saber cuándo deberá hacer su escritura, en qué tiempo. Si antes o después del trabajo, en el desayuno, en la noche, cuando todos duermen. Y la otra es qué tiempo aguanta el espíritu arrojando palabras al vacío. O hasta cuándo las palabras te colman la paciencia.
¿Qué tiempo tardas en escribir un poema? Cuántas horas necesita un humano para levantar mundos imaginarios, Joyce dijo que para escribir su Ulises tardó 20 mil horas.
Los viejos escritores recomiendan disciplina, disciplina y constancia, como si fueras un noble bruto.
Si, y no. Porque la disciplina es un plato que se pone agrio al contacto con el aire. Y ahí viene el conflicto cuando no se le otorga el suficiente tiempo a la propia escritura, la cosa no cuaja y se termina echando la culpa a la mujer, la casa, la familia, el trabajo, la querida, el futbol. La borrachera.
No hay tiempo por más disciplinado que seas. No hay tiempo y gusto. La disciplina es mantequilla que se enrancia con la temperatura ambiente. Resulta un arma de los héroes, o de los dioses. Los padres de la patria. Pero el que escribe necesita saber, hacerse de un tiempo que le cuadre en su vida, las horas cotidianas, sus traslados y su deseo de llenar este mundo y los otros con sus letras.
Entonces Eusebio descubre el caos vial, el conflicto, y su cerebro goza después de saturarse de acelerones y claxonazos en la vía atascada. Los necios. Los impertinentes. La inconciencia. Y en el restaurante sobre una servilleta de papel despliega plácido, su escritura alegre como un navío que vuelve a puerto.
Fotografía: MICHEL PINEDA /Feria Internacional del Libro Oaxaca 2015