ALICIA CRUZ*
Habían pasado sesenta días desde que Elvia salió en su bicicleta con canastilla rosa. Esteban no había dejado de esperarla y buscarla. El rastro desapareció entre los oyameles y los helechos. Caminatas largas lo adentraron en el bosque que conforme caía la tarde parecía querer tragárselo también a él y a su amigo Manuel. La policía se dio por vencida desde la tercera semana. En los postes todavía estaban los carteles con la foto de una Elvia vestida de blanco y sonriendo alegremente.
Por las noches Manuel iba a casa de Esteban y se sentaban al pie de su puerta a beber cerveza.
—Si la hubiera llevado estaría con nosotros. —Le dijo Esteban a Manuel, mientras recargaba la cabeza en la pared.
—¿Cómo ibas a saber que algo le pasaría? Nadie podía saberlo. —Bebió de un trago el resto de la cerveza y se marchó.
Tirado en la cama que nunca le pareció tan grande, recordaba los desayunos nutridos de interesantes anécdotas. Se mantenía vivo por la esperanza de verla otra vez. Sin embargo, a veces, lo abatía el final del día en que ella no entraba por la puerta. Manuel era su único compañero de búsqueda; si Esteban no flaqueaba se debía a su amigo y a las manos cálidas de su madre que, en ciertos momentos, se presentaba en su casa con la única intención de obligarlo a comer y a asearse un poco.
La casa de Esteban se había convertido en un lugar lúgubre y no parecía haber diferencia con el interior de aquel bosque. Todos los días salía de aquella casa un hombre sombrío. Algunas veces, la lluvia le bajaba el cabello crespo hasta las cejas y sin inmutarse continuaba caminando. Las noches en que Esteban se sentía más triste miraba el álbum con las fotos de los viajes con Elvia. Se aferraba a él como si con eso pudiera traerla de donde estaba y ponerle fin a esa pesadilla. La mañana lo descubría en la alfombra con las fotos en el pecho.
“Esto que te escribo es un reclamo, la soledad llegó a mí cuando en aquel bosque desapareciste, te fuiste disipando cual neblina entre el inmenso follaje. Entre mis manos solamente pusieron tu canastilla rosa llena de lodo y hojas secas. Sin bicicleta, sin cuerpo, sin nada que pueda explicar lo que te sucedió. Es un grito desesperado al bosque que te ha visto inmensamente hermosa y te ha querido para él y a mí me ha dejado solo y llorando todas las noches por ti. No tengo un lugar al cual ir a dejarte flores, así que el bosque es una inmensa tumba en la que pienso que ahora habitas y desde la que me imagino que me miras sufriendo por tu ausencia. Te he dejado nardos por las partes del bosque en las que, cansado de caminar, me he detenido a pensar en ti”.
La mañana del 31 de marzo unos ciclistas hallaron el cuerpo de Esteban, el frío y el contenido de un frasco que apretaba su mano habían sido los causantes de su muerte. La espera y la desesperanza terminaron. A no más de 300 metros la hojarasca mantenía el cuerpo de Elvia escondido, sus pequeños pies lastimados y amarrados parecían caerse a pedazos. Mientras su rostro que era sumamente hermoso apenas daba una vaga idea de una piel que, sin duda, había sido blanca y tersa. El cabello negro se escondía entre el helecho y el musgo, ahora era el hogar de pequeños escarabajos que parecían pelear con las arañas y las cochinillas por un lugar en aquel cuerpo. Lo último que vio aquella muchacha fue a Manuel acercándose hasta ella. Sus ojos se cerraron, de pronto, su larga agonía había terminado.
Nunca Esteban estuvo tan cerca de dar con Elvia. En los recorridos con Manuel, él lo llevaba siempre en dirección contraria.
*Alicia Cruz García nació en Asunción Ocotlán, Oaxaca. Es Socióloga y Maestra en Ciencias de la Sostenibilidad por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es escritora, Gestora Cultural y creadora del Proyecto de Promoción a Nuevos Escritores “Coyoacán en tus Letras”. Actualmente es Profesora de Asignatura de la Carrera de Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Y trabaja en la Subdirección de Tradición y Cultura Popular de la Alcaldía de Coyoacán.