De aquellos lugares de sal y soledades vengo, desde allá mi escritura.
Soy un hombre que bebe mezcal y té de alpiste.
El mezcal me sirve para resistir la vida, los descalabros; el té de alpiste, para conciliar el sueño, calmar los nervios.
Pero a veces, solo algunas veces, despierto con el deseo de mirar mi ombligo, acompañarme con mi origen.
En el barrio donde crecí celebramos la fiesta de Asunción de María, el 14 de agosto: esta es la fecha en que nos tocaba estrenar zapatos y pantalones, camisa manga larga; corte de pelo a casquete corto.
La fiesta de agosto nos robaba la cabeza, se la esperada con ansias. La gente se preguntaba qué grupos musicales traerían los organizadores -el barrio dividido en lado Sur, lado Norte- y hasta venían a celebrar con nosotros mujeres y hombres de otros barrios, otros pueblos.
La celebración a la virgen nos demostraba la grandeza de aquellas casas levantadas junto a la carretera, la playa del río grande, los terrenos que colindan con el panteón.
Para la fiesta de agosto el barrio se dividía (sur y norte) y la rivalidad entre bandos celebrantes era severa. Quizá por eso hasta la fecha llevo el corazón partido: sur y norte, mar y altiplano, la madrugada y la tarde.
Mucho después entendí que la división de la comunidad fue la estrategia de conquista que metieron en nuestra sangre los santos padres dominicos, en aquellos días de la Conquista.
Tenemos la parroquia de Asunción de María -la celebración en agosto que marca enn el año la segunda cosecha de granos.
Somos pueblos del maíz, divididos.
Soy hombre que carga con el pasado.
De mi infancia alcanzo a recordar que era un niño flaco, feo, todos sueños yo, parado junto al camino que conduce al mar.
Al atardecer pasaban en la carretera los camiones que cargaban mercancías rumbo al puerto, del Pacífico, del Golfo de México.
Mi barrio era el mundo que se apagaba a las 7 de la tarde, cuando la estación de radio local dejaba de emitir sus transmisiones, el puerto era la luz mercurial, la vida más allá de las 7 de la tarde.
En la esquina del palacio municipal abrían sus puertas los burdeles, Wetos, Apache 14, King Kong, La barca de oro. La cantina La zona Fría.
Las cantinas.
Soy huérfano de padre, noticia que no es ninguna novedad en este país, desde los 9 años, y desde ese tiempo traigo pleito con Dios.
El niño parado junto a la carretera que fui pronto se fue al mar, dejé mi pueblo y mi barrio, dejé la fiesta de agosto y agarré camino al puerto, a su parque público municipal repleto de zanates que por la tarde te daban la cagada de antología.
En el puerto supe de los préstamos a domicilio en la biblioteca.
El puerto de Salina Cruz es el sitio donde me inicié en mis lecturas, y en las putas, y el alcohol, y los trabajos del mar.
El puerto me deslumbró, la vida nocturna.
Yo venía de un pueblo que carecía de librería y biblioteca pública.
Los restos de una biblioteca que un alma de Dios fundó a principios de siglo estaban en la planta baja del palacio municipal.
Era un cuarto oscuro en la planta baja del palacio municipal donde la policía se metía para obtener papel para limpiarse el culo.
De ahí supe que solo con la trasgresión al sesgo sem puede llegar al correcto uso del lenguaje escrito.
En aquellos años pude rescatar algo de esos libros -apellas pocas páginas que sobrevivían- consumidos por la guardia local; llegué a leer algo de los autores rusos, la novela de la revolución y algo de la poesía del siglo de oro español.
Que esa fue la mejor preparatoria, la que me religa a la tradición de la literatura popular.
Ese fue el principio de los libros -leer y completar lo que faltaba, la historia de las páginas arrancadas.
A los libros les faltaban páginas, me vi en la necesidad de imaginar el final de aquellas historias.