Tres velorios son muchos para la vida de cualquier persona; cuatro, sería condenar a la infancia al olor imborrable de incienso, el copal.
Corre la luz de marzo, trae noticia de dolor. Dice el epigrama griego, “más valdría no haber nacido”.
Hoy recuerdo una calle interminable que inicia en el atrio de la parroquia de Santa María, en el barrio, que termina a las puertas del panteón Dolores. La calle puede ser cualquiera de cualquier pueblo, con cualquier nombre; pareciera que cada calle de la niñez termina en el camposanto.
Las noticias de la muerte traen el olor de los días felices, la infancia. Más valdría no haber nacido. El olor del incienso se levanta sobre el calor, la transpiración que marca la insobornable condena. Se estanca el aire, quien respira siente que el aire cuenta con un final.
El lazo negro atado a la puerta de la casa de los mayores, el olor de los floreros que levanta su puntual aroma a pudrición. El rezo de las mujeres. El silencio y la transpiración y el llanto y el silencio. Cuatro velorios, cuatro decesos; el corazón revienta. Mientras exista la calle que conduce al cementerio estará habitada por fantasmas, recuerdos que levantan letras para abrazar al corazón que busca y no encuentra consuelo.
Ésta es la hora de la muerte. ¿A dónde llegaremos con tanta pena? A la misma calle que inicia en el atrio de la parroquia que lleva por nombre Asunción de María.