En la mayoría de las ocasiones, para registrar el hecho extraordinario, quien narra recurre a las atmósferas, el silencio de la noche, o la oscuridad; o a todos estos elementos juntos. El viento fuerte corrió por las calles de la ciudad, bajó del Fortín con fuerza, se pudo escuchar el aullido hasta los terrenos de la Central de Abasto, cerca de a playa del río Atoyac. la corriente de aire levantó polvo, como si anunciara los días de Muertos, pero ya era diciembre. Doña Marina cerró una hoja del portón en la fonda Lupita, pasaban de las tres de la tarde; “se anticipó febrero loco”, dijo.
En la pared de adobes sobresalía el lema escrito con letras rojas: Cristo te ama. Mario ocupó la silla de siempre, subió los codos al mantel a cuadros verdes y blancos, junto al ramo de chepiche, el salero de barrilito; entrelazó las manos frente a su rostro oscurecido.
– Hay tacos de res -dijo Marina.
Pasado el mediodía Mario se acercó a la fonda, pidió café y algo para comer; en la lavandería donde laboraba, en Díaz Ordaz, era escaso el tiempo para comer. El trabajo consistía en recibir pieza por pieza ropa sucia y entregar bolsas de plástico con ropa limpia.
– Parece Muertos -dijo Mario y cubrió el plato de comida con sus manos. Salía del trabajo muy tarde, entregar la ropa limpia es un trabajo que requiere esmero; al llegar diciembre la clientela de la lavandería registró un considerable aumento.
– Ayer no vino uste a comer -dijo Marina junto a la mesa.
Las calles solas cada noche esperaban a Mario al salir del trabajo, viento fuerte, mujeres a la puerta de los hoteles de Zaragoza.
– Buenas noches.
Al final del puente Valerio, atrás de la Central, hacia Monte Albán, los mototaxis aguardan los últimos pasajeros, obreros, mujeres que atendían la cocina en los hoteles. Mario conocía el rostro de cada usuario, a esa hora el viento nocturno de diciembre convocó los fantasmas.
Mario pudo ver a la mujer que venía sobre la banqueta, al cruzar Periférico, en sentido contrario al suyo, rumbo al centro: rostro blanco, pelo suelto enmarcado por una diadema dorada, minifalda azul, blusa escotada, en tono amarillo. Sobre la cadera derecha el manso látigo. Como cada noche al salir del trabajo, Mario entregó el saludo a la silueta que pasó junto su brazo izquierdo.
– Buenas noches.
– No vienes conmigo porque no quieres -dijo la sombra.
Apretó el viento anticipado de febrero loco, quiso volver la mirada pero apuró el paso, supo que faltaban pocos minutos para las doce.