Para poner el punto discordante -sumar lecturas- al tema de la lectura y el valor de la escritura, pondré algunos casos específicos que se registraron en últimas fechas en la ciudad: la publicación de un novelista-periodista (tres novelas en dos años) y el uso del libro, los talleres literarios y las bibliotecas para desarrollar la escritura.
En el primer caso, al periodista metido a novelista, cierto sector “cultural” de Oaxaca le resta todo mérito, “lo que hace es negocio”; gente bien intencionada le recomienda “acudir a un taller” de literatura, “trabajar más la sintaxis”, “la redacción del género novela”.
Le recuerdan a ese periodista que escribir es participar “de una comunidad donde aparecen los nombres de grandes obras y autores”.
Difiero. Escribir es apropiarse de un bien común -el lenguaje- a partir de un uso específico del mismo, la literatura. ¿Qué es una novela? Nadie lo sabe, ni los mismos novelistas consagrados pueden dar una respuesta unívoca, sólida, absoluta.
Debo decir acá que ocurre lo mismo cuando alguien pregunta por la definición de “literatura”, lo “literario” o la “poesía”, hay mil y una respuestas, todas con argumentos que las sostienen.
Con ánimo de problematizar el tema, expongo: Adentrarse en el mundo editorial y de los escritores en la ciudad representa el entrar a un laberinto intrincado.
A todos les asiste la razón. Hay “fuereños” y “locales”. Hay quien ya publicó en una editorial “seria”, otros, en edición de autor; todos se rascan con sus propias uñas, como pueden. ¿Qué pasa? Escribir y publicar, tener saberes, es un hecho económico.
“Infranqueable, bloqueada para Arlt, biblioteca no es el lugar pleno de la cultura, sino el espacio de la carencia”. La cita es de Ricardo Piglia, expone la relación de la obra de Roberto Arlt[1] y el dinero. Sobra decir que Arlt enfrentó el rechazo de la comunidad de escritores de su tiempo.
La cuestión de quién es escritor y quién no quedó resuelta hace mucho tiempo: “escribir es de quien dice que escribe”, nadie escribe los 365 días al año, se es escritor sólo el tiempo que se dedica a esa entelequia que conocemos como “literatura”.
En México nadie es escritor, nadie escribe de tiempo completo; hay que ganarse el pan, pagar la escuela, las drogas, la chela.
Lo que conocemos como “cultura” resulta de un hecho del dinero. Tienen acceso a ella quienes pueden pagar por ese producto.
Me pregunto cuántas familias oaxaqueñas cuentan con un Toledo en su casa, cuántas han visto un Olguín -ya no digamos un Tamayo; y en lo que refiere a la literatura, ¿cuántos tienen un Wilfrido C. Cruz en casa, un Henestrosa, o un Lobo?
Y entramos al otro aspecto: nadie compra libros, nadie compra obras de arte. ¿Por qué? Porque no hay dinero, porque se cuenta para lo básico. Porque la cultura en la cuadra se ve como un hecho que causa desconfianza y nadie la cultiva.
Porque somos pobres. Y en este apartado, surgen las bibliotecas. Si el lenguaje es un bien común y si los escritores tienen una forma específica del lenguaje, ¿qué se puede decir de los traductores?
Testimonian una forma del comercio, una mercancía que ocupa el bien común, el lenguaje. Nos venden nuestras palabras. ¿Qué se requiere para hacer ese negocio enloquecido de venderla algo a alguien que es de su propiedad?
Argumentar el “cuentito” de la cultura. Hacer deseable el producto, hacerlo de unos cuantos y al alcance de la mano de todos (todos los que puedan pagar por él).
Cuando surge un escritor lo que primero que ocurre es que los que están “dentro” de la comunidad cultural “lo devoran”. Si es cuate, pasa, si no, ve su suerte. Lo tachan de inculto, sin trayectoria y sin méritos. “Escribe mal”.
La gente vindica un sistema económico inhumano sin saberlo; más los “cultos”. Más los “fuereños”, chilangos, tapatíos y toda esa especie que recala en Oaxaca cargada de fracasos y busca una posición de privilegio entre los “nativos”.
Así las cosas.
[1] Ricardo Piglia, “Roberto Arlt: una crítica de la economía literaria”, La Biblioteca, No.15, primavera 2015, p. 49-60.