Para Eusebio Ruvalcaba, of course,
a tres años de iniciado el viaje
Para Rafael Ríos, sonero de verdad
Esperar en la banqueta que llegue el sueño. O que el vigilante que te corra o un amigo. Lo que llegue primero. Sentado en la banqueta con los brazos cruzados sobre el pecho mientras en el cielo atraviesan las estrellas. E respiró hondo. Sí, habrá que largarse de esta tierra para que nazca la voz, se dijo. Buscar esta noche el camino entre la bruma, con la mirada puesta en las estrellas, los brazos cruzados sobre el pecho, en señal de espera. Si tuviera papal y lápiz, murmuró, escribiría un poema. Hay que esperar a que salga la rata, el vigilante, el sueño, lo que llegue primero. La mirada y la voz, los deseos ocurren sobre el tiempo; en tanto, hay que contar las estrellas bajo el puente y recordar acciones de personajes de literatura. E masculló su nombre. Si tuvieran lápiz escribiría el poema. Lo que ocurra primero.
El hombre que fuma ¿por qué emerge del mar como un rostro conocido? de las cosas hechas por el hombre, el navío resulta de mayor belleza. Esbelto, ligero, siempre zarpa y regresa como una historia.
El hombre que fuma, el navío avanza, emerge de las aguas como canción que enamoró a los padres. El hombre que escupe hebras oscuras de tabaco recargado en la pared alta de ladrillos. Entre las sábanas observo la oscuridad, su silencio de piedra, en la oscuridad puedo distinguir la respiración de los ángeles junto al espejo –uno de ellos se saca un moco de la nariz. Nunca pude decirle papá a mi padre muerto, lo nombro panteón Dolores, espacio de todos los muertos. Con el tiempo mi padre fue creciendo. Alcanzó a mi madre, los hermanos, a gente conocida, amores. Con el tiempo se hizo de autos y trenes, terrenos. Mi padre muerto creció como colmillo en mi pecho, lo llevo a todas partes porque me protege su silencio. Afuera o en mi cabeza ladra el perro. El sueño me despierta de mi sueño. El sueño del camino con hombres armados, en esta habitación, junto al espejo un ángel confiado arregla sus cabellos –otro ángel, el que sacó un moco de su nariz, se hace el distraído mientras unta sus dedos sobre la sábana. Entre el silencio caminan los ángeles, sobre el rabillo del ojo existen como amores de la adolescencia, que regresan sin que nadie los atienda.
El hombre con sombrero. En la madrugada se acelera el corazón, falta el aire. El aire hace la oscuridad, cargado de silencios. ¿Ya probaron un mezcal a oscuras? Quiero jalar aire, pero temo a la oscuridad, al silencio. En algún sitio de la mesa aguardan las palabras –las palabras huyen de las palabras, se buscan y huyen de ellas mismas. En alguna parte de la infancia está una mesa. En la mesa está el hambre sentada en la silla principal.
En una parte de mi sueño, porque esto que digo es la historia de mi sueño porque tras de mis orejas brotan branquias, rojas branquias de largos filamentos que absorben sin temor el aire de la noche. Yo soy un pez oscuro. Sin respiración me hundo en el silencio del agua, para nombrar las cosas que veo nadar en el filo del espejo.
En tu “algún sitio” pretendes desarreglar la casa. Marejadas y tormentas, huracanes. “Algún sitio”. Con la casa patas arriba regresa la calma cuando se sabe que hay trabajo pendiente por hacer. “Algún sitio”. La infancia nombra, carece de miedo. ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito? El miedo atrapa todas las palabras.
Para nombrar las cosas que brincan en el abismo del espejo hay que esperar que la oscuridad haga pedazos el silencio.
En el frasco del romero crece la especie que aroma la palabra. Mi madre se llamaba Carmen. Recuerdo. Baila en la memoria la cebolla. Río que arrastra cosas muertas. Un pez barbado nada en círculos en el estanque. El frasco del romero guarda los olores de maderas y océanos. Pecios. Mi padre fue un tiburón que tocó el violín, correteaba a las muchachas de las tortillas.
El hombre con sombrero. En el preciso instante en que recuerdo este sueño el dado vuelca, me mira. Cada cara del dado dice cosas del porvenir. Pero vuelca sin parar. Mariposa carmesí en la última hora de la tarde habla, cara de dado, di la suerte que me espera.
Cargo tantas cosas sin nombre. ¿Cómo digo cielo de peces, cementerio mango verde, sol de los entierros? Alguna vez César Rito me dio su receta para combatir la diabetes: doscientos gramos de cebolla molida, mezcal o alguna otra bebida incolora, destilada, alcohólica. ¿Le puedo poner sal picante?, pregunté. “No falla”, dijo. Ese día nos fuimos a beber a una cantina a la colonia Obrera, nomás para celebrar la receta. ¿Cómo nombrar la misma piedra entre tantas lenguas?
El hombre que fuma. Rumia la vaca con la cabeza puesta en un mar de lápidas verdes. Hay peces que vuelan y saludan a la distancia, con su sonrisa campesina.
Lo que llegue primero. Llega Rafa Ríos con un casco luminoso de gladiador romano, que enmarca su amplia sonrisa. ¿Unas? Pregunta el buen Rafa y nos vamos caminando hasta la luz que sale de unas puertas batientes que se abren entre la oscuridad.