“Han pasado largos y nebulosos días. Sé que no estoy pegando los platos rotos de su corta y vertiginosa vida, sino vajillas completas de su historia”. Arrebato de hojas/ Luis Zárate
Arrebatar, significa apoderarse de algo con violencia, despojar a otro; asimismo, sentir furia; pero también puede representar entrega, éxtasis o fogosidad. Si tenemos en cuenta lo anterior, existen muchos y distintos arrebatos: de cólera, de odio, de hostilidad, o por sus antónimos: hay arrebatos de felicidad, de amor, de alegría, y por supuesto, ¿quién no los ha tenido?, de pasión.
Estoy seguro de que el libro que hoy presentamos a nadie dejará indiferente y a todos provocará alguno de esos tantos arrebatos enlistados. En lo personal, he sentido dos arrebatos al leerlo: de placer primero, y de optimismo después. Placer, porque me seducen las historias que tienen como punto de partida aquellas obsesiones humanas, como en este caso lo juzgo; y, optimismo porque me recuerda que en estos tiempos de demasiadas prisas, de mensajes y relatos casi telegráficos, aún hay personas que tienen el gusto y la paciencia de contar historias, de escribirlas, y eso siempre se reconoce. Dicho sea de paso, tengo la convicción de que en la escritura, en la palabra escrita aún hay mucha esperanza, otros caminos.
Y a propósito de lo que nos convoca, la escritura, Salvador Elizondo, de su prólogo al tomo I del libro Historia del Arte de Oaxaca parafraseo, que admira la vocación de los oaxaqueños por hacer experimentos con todo, con el espacio, con la geometría y con el tiempo, elementos que marchan a un ritmo opuesto a la quietud de la arquitectura, una dinámica fantástica que siempre tiene como destino la escritura: en barro, en lienzos, en los tejidos, en la madera; sólo son los portadores y los lectores de esa escritura los que cambian. Considero que esta idea del ya fallecido escritor mexicano es una teoría extraordinaria a la que debe ponérsele más atención, sobre todo cuando se afirma que en Oaxaca no hay escritores. La pintura, el tallado, el telar, la música, desde esta perspectiva, son otras formas para la escritura (“escritura visual”, como reza la cuarta de forros de este libro, pero también táctil, sonora, plástica); somos pues, tlacuilos por naturaleza y hoy tenemos con nosotros a un gran tlacuilo mixteco.
Con respecto al autor, con este libro de cuatro relatos “amorosos” ⸺por sus tramas y sus escenarios, por la manera de enunciar lo sentimientos más íntimos⸺, Luis Zárate nos reitera ese espíritu renacentista en su más estricto sentido que lo caracteriza, de un hombre que se siente igualmente libre y capaz en el arte que en la ciencia, en las humanidades como en la tecnología; ¿quién no sabe que el maestro Zárate, además de pintor, es ingeniero, que no sólo es escultor, sino también excelente cocinero, que lo mismo que se compromete con el diseño urbano también ha incursionado en la edición de libros. Sólo por mencionar algunas de sus pasiones.
Acerca del libro ⸺en una edición por cierto muy linda y cuidada con esmero⸺, “Espejo negro”, “Las voces tienen sonoridad de cántaro”, “Un día cabrón” y “Eterna, igual que el tiempo y el deseo” son los títulos de las historias que conforman este Arrebato de hojas, una reunión de textos breves que cuando dejan de ser prosa se convierten en poesía, y cuando ni una ni otra cosa, son delicados trazos de tinta. Y para muestra, un párrafo que a su vez da nombre a uno de los relatos: “Cuando las palabras son claras, las voces tienen sonoridad de cántaro y no tengo miedo. En la oscuridad veo los brincos de luz de las luciérnagas y el espacio se hace pequeño, iluminándose todo como un sol que puedo ver de frente”. Narraciones que al leerse en conjunto nos confirman lo ya dicho: no sólo la intención de alguien que desea contarnos una anécdota, sino el firme propósito de quien quiere compartirnos su pensamiento, sus emociones, aquello que sabe de las entrañas de la vida.
Nuevamente aquí, Luis Zárate participa a los lectores de su avidez por el conocimiento, incluida la sustancia del alma. El arte, la ingeniería, las tradiciones populares, lo botánica, y no puede faltar, la gastronomía, son constantes en estos relatos articulados en un todo, trenzados mejor dicho, lo que pomposamente la crítica literaria define como “vasos comunicantes”, pero que aquí son la trama y la urdimbre de un tejido narrativo hecho para escucharse.
Así, entrelaza página a página, en una sola unidad, viñetas del paisaje y la geografía oaxaqueña: “Azul intenso, casi siempre sin nubes, es el cielo que envuelve estos valles rodeados de montañas”; las atmósferas: “El largo paseo, entre rezos, acompañados por lo perros de la calle, mecos, llenos de pulgas y garrapatas, siempre terminaba en la capilla del pintor que generosamente premiaba el convite con “coronitas” bien frías, ahogadas en una tina de estaño con bloques de hielo…”; los monólogos: “Estoy cansado. A gritos pido ayuda. Salgo a dar vueltas para llorar solo. Me tardé mucho en darme cuenta hacia dónde volaba su pensamiento lleno de mariposas de alas espinudas”; los diálogos: “Mi abuela es una mujer sencilla ⸺decía con orgullo⸺, con la sabiduría de las mujeres del pueblo que han visto volar los años, siempre haciendo hijos, atareadas, sin darse tiempo para mirar las nubes, ocupadas en calentar el comizcal y pegar las tortillas con rapidez en las paredes del horno”; las miradas antropológicas: “Los oaxaqueños tenemos cierto gusto antiguo por los colores, viene de nuestro entorno, las tierras, las frutas. La comida primero se come con los ojos, después viene el paladar, y le agregamos el ejercicio del tiempo”; las digresiones artísticas: “Hay pintores en Oaxaca que se desarrollan como matas de calabaza, guías que crecen libres en la milpa, muy rápido y en diferentes direcciones, en cada bifurcación van brotando calabazas barrigonas, llenas de semillas”; desde luego, las acotaciones culinarias: “El mercado de Ocotlán me atrajo siempre con el filo de sus cuchillos y las cabezas de res cocinadas en vacías latas de manteca”; y por último, la poesía: “Corrimos juntos sobre las lomas amarillas bañadas de acahuatl y cempasúchil, metidos los pies en arroyos de agua cristalina, abrazándonos a los árboles de copas golpeadas por el viento, quemándonos la piel en brazos de un sol ardiente, oyendo el canto de pájaros infinitos”.
Relatos placenteros en todo el sentido el sentido de la expresión, sabiéndolo o no, Luis Zárate nos demuestra esa máxima que se dice para la escritura: las palabras no bastan para contar buenas historias, también se necesita abrir el corazón en dos.
Muchas gracias maestro y a ustedes por su atención.
Cuauhtémoc Peña, 19 de julio, 2019