Para merecer absolutamente
el nombre de crítico, éste
no debería ser más que un
analista sin tendencias…
Guy de Maupasant, prólogo de PEDRO Y JUAN
Los poetas del Renacimiento construyeron la siguiente metáfora: limones amarillos para aludir a los senos desnudos de la mujer; los poetas, sabios repentinos, lograron aciertos a través de mostrar exactitudes profundamente escondidas, verdaderas relaciones descolocadas.
De las variedades de limonero que se pueden llegar a cultivar en las ocho regiones de Oaxaca, prefiero la del limón criollo, por abundante. Por pequeño y humilde me llama su fruto amarillo, generoso como un sol.
Ruvalcaba pedía andar por esta vida con los oídos abiertos, cierto; los oídos abiertos y con los ojos puestos en la memoria olfativa, las manos dispuestas a buscar aquello que permanece en la memoria.
Conozco a mujeres de senos prominentes, pero en ningún momento relaciono la forma madura del cítrico con su busto; quizá el extremo erguido que brota del fruto maduro simule el pezón, pero aquello que guardo en la memoria, en ambos casos, es el aroma (lo que confirma la rara sabiduría de los poetas, que trabajan sobre relaciones secretas, indistinguibles).
En alguna comunidad francesa cultivadora de limonares gozan de vida longeva. Relaciono al limón con la buena salud, la vida prolongada. En la infancia mi madre me protegía de gripes y resfriados, los catarros repentinos de mayo, la incurable tos de septiembre, con puntuales cucharadas de miel con limón.
Bebe jugo de limón, es bueno para los pulmones, traerá aire limpio a tus recuerdos. Mis hijos crecieron con té de ajo y miel, con sus gotitas de zumo de limón. No hay tequila sin limón, ni buen mezcal sin su cría ácida. En primavera, el aroma del limón vuela por los aires.
Dentro de la más inculta tasca, resulta admirable la cantidad de jugo de limón que preparan antes de iniciar la jornada.
Chapulines y gusanos encuentran el mejor sabor bajo el jugo de los limones, el ajo; no hay alcohólico sin su rebanada de limón.
El limón se abraza solidario con los que menos tienen, en los humildes patios crece con esfuerzo cotidiano, permanente. En los páramos que arden de calores y viento fuerte, ¿quién no anhela descansar a la sombra del limonero? Beber cerveza en una enramada cargada del olor de los azahares resulta una experiencia inolvidable (tanto aroma y sabor provocan la ambrosía); besar a la mujer junto al limonero hace la experiencia extraordinaria. ¿Y qué me dicen de los moteles con ventanas que dan al patio sembrado de tiernos limoneros?
El olor del limón hace la infancia.
Para los diabéticos algunas propuestas naturistas recomiendan combatir su mal con jugo de cebolla y limón (retiene líquidos, ciertamente, pero otorga fuerza).
El mundo bivalvo, ostiones y almejas, callo de hacha, se hace próximo con un limón partido por mitad.
El pescado en pipián, los ostiones en su concha, el mortal huevo de tortuga, la hueva de lisa; hay quien afirma que el limón posee condición afrodisiaca.
En la infancia tuve miedo al limonero, por espinoso.
El limonero resiste vientos fuertes, calores sobre cuarenta grados a la sombra como los que ocurren el Istmo de Tehuantepec. Mi madre me hacía regar cada tarde las plantas del patio, al bajar el sol, antes que llegara la noche. Tuve una madre protectora de las plantas. Una novia que tenía en el puerto de Salina Cruz, donde aúlla el viento enloquecido, me regaló una planta de limón real. Lo sembré en el patio, creció huraño, desconfiado, con el tiempo entregó su fruto abundante, bermejo y dulce. Llegó a ser la planta preferida de mi madre; ella, que curaba la carnosidad de los ojos con gotas de limón.
Cuando llegamos a vivir a San Martín, en estos Valles Centrales, lo primero que hicimos con mis hijos fue plantar árboles de limón persa. Era tiempo de secas, lo recuerdo, en plenos calores de mayo.
Cuando llegaron los primeros frutos nos sorprendió el tamaño del limón -lo que brotaba de aquello que antes fue árida falda de Monte Albán-, sus gajos enormes, la cáscara verde donde brotaba oloroso aceite. Sembramos seis limoneros, y uno humilde, sencillo, de hojas diminutas, espinoso y rebelde: el limonero criollo.
No hay coctel de camarones sin limón, el vuelve a la vida, el caldo de pescado (el cielo de los crudos); hay quien acostumbra los frijoles en caldo con jugo de limón.
En las refresquerías del Istmo de Tehuantepec –nombre que le otorgan allá a las cantinas- acostumbran servir de botana camarones hervidos, acompañados por su limón partido por mitad, puestos en pequeños platos de colores.
Los alimentos entran por los ojos, y el aroma; el verde limón puesto sobre la mesa adelanta la imaginación, otorga el apetito.
Conocí a una mujer que en noches de calor preparaba una jarra de limonada, antes de entrar a la cama.
El collar de limones combate las amígdalas inflamadas, espanta la envidia; su jugo mantiene a raya el mal olor de las axilas. La plata fina, la cubertería, se limpia con jugo de limón y bicarbonato.
La miel con limón combate barros y espinillas, mantiene el cutis terso. Mi madre decía, carga un limón en tu bolsa, nunca sabrás cuándo llegará a rescatarte de una situación comprometida.
Juan José Saer tiene una novela que lleva el título de Limonero Real, relaciono lecturas con las plantas; nada hay mejor que leer a bajo la olorosa sombra (Piglia dice que el lector recuerda atmósferas, que olvida el nombre de los autores, los títulos, el nombre de la obra y hasta el texto mismo, pero recuerda el sitio donde hizo la lectura).
El limón y la sal hacen la memoria.
Guardo memoria de las plantas que rodean mis días; el limonero me entrega flores de azahar de imborrable aroma. Por la tarde junto flores para preparar el té, los diminutos pétalos resultan efectivos convocadores del sueño.
Guardo memoria olfativa, porque del aroma se hace la acción.
Observo por horas el ir y venir de la laboriosa abeja. Descubro que amo a las mujeres que cultivan plantas para cambiar la seca e inclemente tierra por el sitio del perfume y la sombra, anticipo que en el Paraíso crecen hermosos limoneros.