JORGE MAGARIÑO
I
Debajo de dos árboles añosos, de fronda escuálida, Dolores Hernández entrecierra los ojos para recordar, y comienza a deshilar el entramado de la memoria:
Yo tenía como diez años, ¿sí, verdad? – le pregunta a su hija Francisca Rodríguez que ahí junto escucha la voz de su madre, quebrada por un derrame cerebral ocurrido hace ya algún tiempo. Venía con mi mamá, la acompañaba para vender aquí mismo en este lugar. Recién cumplí setenta años, así que ya tengo bastantito de venir a vender lo mismo que ahora traemos.
Frente a ellas se ubican dos mesas de madera, lustrosas de tanto andar de feria en feria, de pueblo en pueblo. Sobre los rústicos muebles se apilan con cierto orden: pechugones trozos de maguey cocido (duuba´, que le dicen en la lengua nube), venidos de Matatlán y Tlacolula, la tierra de estas vendedoras; panes de sólida textura (pan dxiapa’), traídos de hornos serranos; docenas de granadillas, presuntas parientes del maracuyá, cortadas en huertos tlacoluleños; así como oscuros coquitos de arrugada piel, prestos a soltar el sabroso aceite de su blanco vientre.
No era tanta la gente que venía entonces -asegura la doña-, pero siempre fue así, la bulla, los cohetes, la música, los pobres que caminaban de rodillas para pagar alguna manda, los que ofrecíamos nuestra mercancía, las paisanas que traían sus racimos de coco, así como hoy.
A los lados del camino de terracería, acceso para llegar al templo que resguarda la fe de los istmeños, las dueñas y los dueños de puestos varios se desviven por llamar la atención de visitantes. Tengo chilacayota, hay curado, compra fresa congelada, ¿no vas a llevar veladora? Aquí cerca venden pizzas, horchata. Más allá, la tía Vicenta y su hija Luciana se dan tiempo para aliñar los tacos de cecina y la salsa, que serán bajados con un refresco, un café o en el mejor de los casos con una friolenta cerveza.
¡Ya vienen, ya vienen! Se escucha un creciente rumor. Es la calenda que llega para sumar su devoción al Cristo negro, al Señor de Esquipulas, que es réplica casi fiel de aquel tallado por Quirio Cataño, escultor, pintor, dorador, de probable origen italiano o portugués; aunque Luis Cardoza y Aragón refiere que manos mayas intervinieron en la dicha escultura, allá por 1595. Cuando le pregunté a la abuela Nita Tolo acerca del origen del Cristo negro xadaneño, hará cosa de treinta años, su suave respuesta vino diciendo que los “misioneros lo trajeron y lo dejaron en Xadani”, lo mismo que otras cruces que dejaron por este litoral istmeño.
Pero llegó la calenda. Suena ya la banda filarmónica tocando el Guie’ Cheguiiigu’, que es como decir el convite de flores del barrio juchiteco de Cheguigo, y con eso comienza la tronadera de cohetes, la explosión de luces emanadas del cuerpo frágil de un toro pirotécnico. Luego se incendia la noche con el castillo multicolor, con los rehiletes luminosos, los petardos, y la leyenda que corona el mentado castillo diciendo: Viva santuario del mar.
Suena la diana y es el anuncio para que la doña Reyna y su hija Nuria vayan a depositar un óbolo en manos de la mayordoma, y el escribidor haga lo propio con el mayordomo, para enseguida recibir un par de tamales de res y un oloroso vaso de café.
Mientras se engullen las viandas, los pescadores llegan con su carga de marino alimento, pescados de vario tipo, que en seguida son desventrados y quedan en espera del cazo, el condimento, los tomates y cebollas, el hervor feliz que mañana muy temprano hará las delicias de visitantes y creyentes.
En el interior del templo, el aroma de flores y cera ardiendo resguarda al Señor de Esquipulas. Aquí afuera, Dolores Hernández mira el tumulto, escucha el barullo, como desde hace sesenta años, aunque ahora lo hace desde su silla de ruedas, en silencio.
Santa María Xadani, 14 de enero de 2019.