Esta casa es de mi madre, paredes gruesas, altas de ladrillo con tejado a dos aguas. Cuando ella murió no quise hacer ningún cambio, esta casa es la de mi infancia; así la recibió mi madre de mi abuela.
En las tardes de aguacero se me ocurre a veces que en esta casa veré la muerte.
___ No sabes nada.
Escribo sobre una casa que tengo en la cabeza, la casa del mar de mi madre; de muros altos, con tejado. El extremo ancho de la construcción tiene independencia del extremo opuesto, median unos escalones. Los espacios amados guardan secretos. El viento acaricia los muros, la lluvia con sus besos no distingue los extremos de la hilada de ladrillos rojos, moja parejo. La luna, las estrellas sólo saben de la oscuridad. Mi cabeza se siente bendecida como si me hubieran dado la oportunidad de testimoniar un secreto.
En la infancia era inútil levantar los ojos en casa. Hay una ecuación que ajusta la forma entre los objetos pequeños y grandes, todo parte del estrecho ladrillo rojo. ¿Quién pensó que los pies levantarían la sombra? Quien supo de la pendiente supo de lo hondo y sacó provecho. Nadie sabe que el visible lomo de la teja resulta el disfraz que resguarda el frágil canal. Como una moneda amarga la teja respira y se expande; se contrae con las lluvias, reverdece.
___ Nada.
En el tejado anidaron las palomas. Mientras esperaban la eclosión de los huevos, dieciocho días, parvadas enteras pasaron a festejar a la feliz pareja. Amontonaron brizna y guano en el tejado, entre el canal de la teja. Los huevos reventaron, eran dos, las cosas llegan por parejas. Las palomas volaron. El guano pelaba el ojo cuando en el cerro de Piedra Cuachi se amontonaron las nubes. Una mañana el viejo tejado reventó el misterio de la luz sobre la cama, el equilibrio entre líneas rectas y curvas, lomos esplendorosos y protectores; el tejado fue vencido por el peso de la mierda de las palomas y apareció la luz sobre las sábanas.
___ Pero tú no sabes nada de las cosas –dijo ella cuando se levantó de la mesa.
Mi madre entrecierra los ojos, la punta de la lengua humedece sus labios resecos como si paladeara un guiso deseado durante mucho tiempo o intentara forzar un recuerdo; saca el por ciento de la cifra solicitada a préstamo (no utiliza las manos, para una mujer todo cálculo es secreto). Ella no conoce de letras ni de números, su sangre viene del espacio sin letras. Yo me agarro a su enagua, los mayores hablan de dineros. Contar números y contar historias (1) tienen el mismo principio, salivar; intocada por la letra sólo tenía pupilas y papilas para revolver la cifra. Los niños no podían intervenir en la plática de los adultos pero yo, hijo último, me pegaba a su enagua. Para mi madre cada uno de sus cinco hijos lleva la bandera donde aparecen caballos y torres, alfiles y peones –todo esto lo supe después. Mi madre relacionó rostros y cifras, el préstamo con la fuerza de sus criaturas. Desde sus hijos hacía su vida. La viuda del marino quedó al frente de la casa con cinco hijos que piden tres veces al día de comer, dedicaba esfuerzo a la cifra; calculaba los números (todavía veo su rostro con los ojos entrecerrados, de ese recuerdo surge el amor); la tentación de medir cifra al puro golpe de las pestañas, con tan sólo entrecerrar los ojos, humedecer sus labios (a mi me suena que el ajedrez tiene origen femenino), salivar; el modo como resistían aquellas mujeres solas.
Todo movimiento nace entre las papilas gustativas como si les llegara del olor del guiso de una ocasión memorable. La salivación antes de mover la pieza de ajedrez (una fortificación que se desplaza); el ajedrez, el gusto por el movimiento con las mandíbulas apretadas hasta saborear la inteligencia del oponente. Esfuerzo y dicha (quizá venganza), así hacían la vida la viuda hasta vencer el espacio sin término, el mar, la enfermedad (la batalla no concluye hasta aniquilar al enemigo), el hambre -¿qué vamos a comer mañana?, la pregunta que iniciaba el juego.
Para crecer a los hijos será preciso saborear la jugada, calcular (la vi levantarse de madrugada con una sonrisa). La cifra, ese acierto que llega al cerebro desde el paladar (anticipar lo adverso, la base del amor materno). Caballos, alfiles, torres; reina y rey todos juntos bajo la misma bandera que se abre sobre el viento que reseca sus labios.
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Martina me acompaña a casa cuando termina la lectura. En las tardes del verano se deja caer el mal tiempo, las nubes se sientan sobre el cerro de San Felipe y la lluvia dura larga y menuda sobre el valle de Oaxaca.
Yo permanecí recostado sobre las almohadas, mantenía el cigarro en los dedos.
___ ¿Qué haces? –preguntó ella.
___ Apuntes para un cuento –respondí cuando ella aproximó su rostro sobre mi hombro.
Anderson Imbert, Enrique, Teoría y técnica del cuento, Marymar, Buenos Aires, 1979).