El susurro se levantó sobre la brisa marina, era la madrugada, “que parezca un accidente”. En el tejado la luz de la luna jalaba la cola de los gatos, las aspas del ventilador repetían el nombre de un sitio lejano en el preciso momento en que estalló estalló la bombilla de la lámpara ella se sentó dormida en la hamaca.
Rompo mi cabeza contra el muro de agua, sueño. Habito la isla. ¿Qué espero? Que toda el agua del océano se levante para mojar mi cuerpo. Ella me lleva por canales de agua que me conducen al sitio donde moran los muertos; me inclino, beso la claridad del alba. ¿Qué espera el cuerpo cuando llega el agua a los pies? Que el mundo se dilate el tiempo suficiente para cerrar los ojos.
La narración sobre los crímenes hace la patria, territorio que nunca llegará a conocerse que levanta fronteras y anhelos de hacer la vida fuera de tanta desgracia. Escribir sobre el crimen forma el sitio: un sol que cae sobre la tierra y su contraparte, la oscuridad que lentamente avanza y puebla muros mientras se distinguen los cuerpos esparcidos en el piso, como naranjas.
-Tuve un sueño, soñé que te morías –dijo ella sentada en la hamaca.
La escritura sobre las muertes violentas forma un dibujo hecho de tiza sobre las banquetas. El viento fuerte mano caliente toca cuerpos de hombres y mujeres en la calle Afuera avanza la brisa marina. El aire pende, cuelga, se arrastra por los párpados y el cuello, los labios en el camino donde la tierra arde de deseos. Cuando se suelta el viento en las calles los postes del telégrafo, la esquina, los ojos bajan y buscan tus pies, tu nombre.
Línea de flotación, yo te saludo. En el principio fuimos peces, lo dicen los astros, el firmamento: tú te violentas con la luna en cuarto menguante. Aún nos dejamos llevar por el costado, desde una costilla la sangre y la perpetuación de la especie. De una costilla la permanencia de la especie sobre la faz de la tierra.
Escribir sobre los muertos es buscarle esquinas con filo al cuerpo, otorgarle velocidad a lo inanimado y embarrarse los dedos de nicotina y tiza, lo que hace una mezcla ciertamente repugnante y atrayente. Decir lo que todo mundo ya sabe a condición de escribir y terminar los renglones de la libreta. Para esto, escribir, terminar los renglones en la libreta, hacer del escrito un asunto de economía, sumar signos, restar intenciones, habrá que apegarse a un instructivo de uso. Las palabras son artefactos de ensamble, contables.
-¿Por qué sueño que te mueres? –ella habla sentada en la hamaca con los párpados cerrados.
Corre la luna con el viento en la laguna mientras la sangre deseosa de sueño olvida. El viento huele a aceite de coco. Tu cintura aceite de coco resbala y se pierde entre los muros de la madrugada. ¿Cuándo llegaste? ¿Cuándo te vas? Tu cabeza, viento contra las sábanas en el patio en la tarde que repite la canción del aceite de coco.
Habla, cuerpo de agua. Ella lubrica, se moja, chorrea, gritos de agua. Continente de paredes que se yerguen y caen, insondables. Un retorno torrencial a la tierra; cuerpo de agua, marejada, biblioteca náutica que avanza contra mis manos abiertas. Líquida tarde de las campanas, como recuerdos lejanos contra el hambre, la soledad, el miedo. Ella escurre con la lluvia que baja de su vientre. Océano. Claridad que fecunda la palma de mi mano, que alimenta. Culebra de agua, macizo continental del diluvio.
– ¿Qué contiene el agua? –pregunté.
– La claridad de tu infancia marina –ella respondió.
Todo sigue inalterablemente francés en el siglo de Porfirio Díaz. El chalet de Juana Cata y las naves del puerto, las vías del tren junto a la casa del turco Estefan. ¿Ya encontró dueño el tiempo? Sigue dando vueltas en el patio como perro tras su cola, como Dios tras su pueblo; como una cabeza sin cabeza que busca sus pasos, decapitada.
-Me gusta soñar que falleces para que intensamente te siga amando –ella se incorpora en la hamaca, nagua corta, entre casa.