Entre los escombros se escucharon disparos, unos dicen que por la Quinta sección, otros que más al centro, por el parque municipal; la Tercera. Lo cierto es que ninguno de nosotros pudo precisar el lugar de las detonaciones porque entre tanto cascajo en la noche oscura no supimos orientar nuestros oídos. Estamos como ciegos, no reconocemos nuestro pueblo. Nos orientamos por la desgracia, el sitio de la tristeza. Ubicamos perfectamente el lugar de alguna calle por referencia de la muerte, “Ahí donde murió Ta’Mariano”. “Allá, donde murió Na’Luisa”. Las muertes nos llegan por rumores; lo mejor fue organizarnos, tender cuerdas y piedras para bloquear el libre paso por la calle; y levantar guardias, brigadas que se relevan cada cuatro horas de vigilancia para dormir un poco y vigilar las pocas cosas que sobrevivieron al sismo. Las mujeres hablan del santo patrono, San Vicente Ferrer, el santo de los milagros. Conté la historia de San Vicente a los vecinos, hacía milagros levantando el dedo hacia el cielo, y todos coincidimos, con la desgracia habrá que estar a la altura de su pasión.
Contar historias sirve para encontrar salud, no aprendimos la diferencia entre narración e información, lo verídico de lo falso, pero con la desgracia narrar funciona para encontrar sustento entre la tristeza. La oralidad como forma de resistencia. Para encontrar la verdad de las cosas todos ponderan entre información y narración, ¿pero qué más verdad habrá que buscar que esta desdicha grande? Todo se vino abajo, hasta los sueños.
En la siguiente noche de los disparos se presentaron en la calle los elementos de la Policía Federal, jóvenes disciplinados; recién habían pasado unos rateros en mototaxi que echaron balazos al aire para asustarnos, ya había entrado la noche y salimos a enfrentarlos con piedras en la mano. Huyeron, se metieron entre los callejones. Llegó la federal y nos preguntaron por dónde se habían escapado, “por allá, por allá, por allá”. Todos hablamos al mismo tiempo. La verdad es que nadie supo por dónde se fueron los rateros pero lo que queríamos era hablar con otros, con desconocidos, con gente que no sufre lo que nosotros sufrimos, que cree en otras verdades; cualquiera, aunque sean de policías. Ya sabemos que nunca los van a encontrar, el ratero tiene campo libre en este pueblo. Lo que queríamos en la noche del susto era que llegara otra gente a platicar con nosotros, aunque sea a preguntar cómo nos encontramos, si todo marchaba bien. Entre nosotros sólo hablamos aguado, repetimos como borrachos historias sin fin del terremoto, más de lo mismo que ya nos tenemos hartos de habitar en esta gran borrachera de las palabras. Yo soy profesora de primaria y todavía creo en las palabras.
Los señores empezaron la plática con los policías, entre la desgracia se perciben claramente los acentos en la voz de la gente. Disfrutamos la voz. Gloria, mi vecina, preguntó si era cierto que en el periódico habían informado que venía un temblor más fuerte que el que nos había azotado. Todos pusimos atención cuando el joven oficial tomó la palabra, “no, si hubiera amenaza nosotros les informaremos”. Cuando se fueron a buscar a los rateros nos quedamos tratando de imaginar cómo era la ciudad del guardia, de donde venía. De su viaje hasta llegar a nosotros armamos una historia. “Se escuchó como norteño”, dijo Alejandro, que ya había estado en la frontera. “Si, pero de qué parte del norte, no es lo mismo una gente de Tijuana que de Tamaulipas, de Monterrey que de Sonora”. Todos imaginamos cada una de las ciudades que se mencionaron, las que tenían otra calle y otra noche, otra gente; y en la imaginación nos integramos con ellos, abandonamos estas ruinas. Así pasó el tiempo, con historias que trataron de adivinar por el tono de la voz el origen del guardia. El verdadero viaje lo realizamos en el tono de la voz.
El oficial no dijo muchas palabras pero las que mencionó fueron suficientes para echar a volar la imaginación e imaginarnos en otro sitio, otro suelo. En Xadani, dijeron, una chamaca regaló su cadera de oro a La Gaviota, pendeja, contestamos todas. Aquella noche más tarde perdimos nuestras cosas, una lavadora coja, un refrigerador sin puerta, la harina del pan; nos agarró el sueño y regresaron los rateros o fueron los mismos policías que ya están robando amparados en el cuento de defendernos de la delincuencia. Ya nadie sabe, estamos como iguanas en la lumbre, nomás levantamos la cabeza para escuchar y orientarnos.