En las bocinas se escuchan canciones de José Alfredo Jiménez
Intento entender la devastación, sólo encuentro soledad y silencio. Un sentimiento religioso, un origen: oscuridad y temor. Cierro los ojos y todo mi cuerpo principia y termina en los pies, desde el suelo percibo el cielo iluminado por relámpagos, golpes de luz mientras la tierra agitada retumba en la oscuridad. Tiembla. Yo no puedo decir palabra alguna, sólo temor cargo como un regreso a la mudez.
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(Abrazo a vivos y muertos, ¿Alguien me puede decir sobre la tumba de mis padres?)
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“Tener esperanza” es un acto de habla, dice Gerge Steiner en su Gramáticas de la Creación, “una forma de comunicación”.
Antes del miedo existe un vacío, un silencio. Un silencio que nace en la planta de los pies, en la palma de las manos; en la transpiración secreta de las piernas, la espalda. El cerebro no alcanza a advertir porque todo le resulta nuevo. ¿Nervios? No los hay porque el cuerpo no conoce de esta experiencia, nunca la ha vivido. ¿Miedo? Tampoco es miedo, tememos a lo que sabemos nos causa una amenaza. Más bien es un sentimiento de inocencia, un regreso a la fragilidad de la inocencia donde no hay pensamiento ni hay palabras, gritos, interjecciones; exclamaciones. Enunciación. Un regreso al estado prehumano donde todo se agita y quien lo padece no alcanza ni a flotar ni a sumergirse en la nada; la última experiencia del cerebro fue la vertical y el orden de las cosas. Dentro del terremoto prevalece un no saber del mismo cerebro. Sólo el presentimiento.
A la oscuridad se le suma la experiencia no conocida, algo que no registra el tiempo, que no tiene memoria; torpor, eso sería la experiencia: como el colibrí que administra energías y hace descender las pulsaciones de su corazón, un regreso a la animalidad, a la noche de las bestias. La tierra tiembla y quien lo padece sólo alcanza a levantar los ojos al cielo en busca de una fuerza, un amparo (la experiencia no conocida es el principio de la religión).
Un segundo, dos, tres; un minuto. Antes de esta forma fuimos aves, peces, reptiles. Amebas. Todos los estadios del corazón del hombre vuelven a presentarse en el cerebro en un instante hasta alcanzar el pensamiento que tranquilice, que ayude a recobrar confianza entre las cosas conocidas ahora irreconocibles. De las tantas operaciones que hace el cerebro para enfrentar la nueva experiencia sólo permanece el silencio, la mudez como la más honda muestra del trance traumático que se mete y se instala en el pecho, la sangre. Luego vendrá la lágrima o la risa, el sueño o la vigilia, las creencias; ciertas formas de la esperanza. Imagino la experiencia del terremoto como la expresión del suicida frustrado, tantas vueltas y vueltas que tuvo que dar su cerebro hasta llegar a la convicción de arrancarse la vida por mano propia y cuando no se concreta la muerte ese mismo cerebro tendrá que deshacer todas las ecuaciones que lo llevaron a la determinación de destruir su propia vida. Tan difícil, casi imposible como el paro y el arranque de una planta generadora de gasolinas, fuerza. Hay procesos continuos que no se logran interrumpir ni recomenzar.
Rezar es un acto para comunicar, un intento de alcanzar al otro.
Luego llega la voz y uno vuelve a estar como Adán en el infierno, con miedo de nombrar las cosas.
San Martín por la Secundaria, Oaxaca, 11 de septiembre de 2017.