WASHINGTON, D.C.- Hace ocho años estuve como periodista en Washington para estar presente en la toma de posesión de Barack Obama. Entonces –y a pesar de un frío inusual de 5 grados centígrados bajo cero, aumentados por fuertes corrientes de viento–, el ambiente era festivo en las calles, con una invasión de visitantes afroamericanos que aglomeraron calles, tiendas y restaurantes.
En estos días previos al juramento de Donald Trump como cuadragésimo quinto presidente de los EE.UU. hay furia en las calles, enojo, pero sobre todo frustración y desencanto. Obama se presentó como el presidente de la esperanza y la palabra hope inundó el espacio político y mediático. Ocho años después, todo se puede resumir con una frase: crisis de expectativas; Obama prometió mucho y abrió esperanzas no prometidas, hoy los EE.UU. están peor que en 2009.
Pero hay que decir también que sólo los grupos activistas –numerosos, es cierto– son los que han tomado el espacio público de las calles para protestar contra Trump, mientras la vida cotidiana sigue su curso con normalidad. Las protestas en las calles se miran a veces con simpatía y en ocasiones con distancia. Sin embargo, los grupos progresistas y liberales han carecido de alguna estrategia para confrontar a Trump, de no ser por la agresividad mostrada por medios de comunicación que responden a los grandes intereses del establishment liberal.
Mientras que Bill Clinton y Obama disfrutaron su victoria con ceremonias fastuosas de toma de posesión, Trump aparece distante a esos protocolos. Hace ocho años Obama participó en una ceremonia que presenciaron, en el largo espacio político del Mall, desde el monumento a Lincoln hasta el Capitolio, con el punto intermedio del Obelisco, y luego organizó un desfile por la Avenida Pensilvania; al ver el entusiasmo de la gente, Obama y su esposa bajaron de la limosina oficial y –ante el pánico de los servicios de seguridad– caminaron tomados de la mano por el centro de la avenida, en medio de gritos de euforia, como star rocks. Y luego hubo el agotador itinerario de múltiples ceremonias con baile en zonas de Washington. Nunca un presidente había provocado ese tipo de entusiasmo popular.
Ahora le toca a Trump, un empresario ajeno a los protocolos del poder. Los políticos viven del aplauso popular, a Trump no le importa si hay aplausos o abucheos. Y como se percibe el ambiente social aquí es posible que este viernes 20 –esta crónica se publicará en Madrid el miércoles 17– haya algunos intentos de protesta que pudieran –según temor de las autoridades– derivar en choques físicos. Hasta ahora sólo ha habido marchas de protesta, pero no se descartan violencias provocadas.
Los EE.UU. son una sociedad peculiar. Es posible que el sistema democrático –habrá que releer al conde de Tocqueville– permita un Bush belicista y luego a un afroamericano en la tierra de la esclavitud y la segregación y luego a un empresario prototipo de los blancos colonizadores que construyeron la nación aplastando derechos y territorios. Las comunidades liberales y afroamericanas que potenciaron a Obama fueron insuficientes ante las comunidades conservadoras de lo más profundo de la nación que salieron a votar por valores tradicionales y no por ideas.
La ciudad de Washington no es un buen aparador nacional. Aquí hay mayoría afroamericana y existen zonas marginadas. Como centro del poder político del imperio, el establishment domina espacios y decisiones. La burocracia ocupa la ciudad en horas de oficina. Por eso destacan las marchas y protestas, todas ellas alrededor del Mall por lo significativo del monumento a Lincoln, muy famoso por la marcha de Martin Luther King en la que pronunció su apotegma: “tengo un sueño”. Hace ocho años Obama irrumpió con una propuesta más activa: “tengo una agenda”. Pero entre el sueño y la agenda Obama fue desarticulado por las prioridades de salvación del imperio.
Hace ocho años escribí una crónica –recogida en mi libro Obama– que señalaba que Obama estaba dejando muchas expectativas sembradas y que no podría responder a ellas. Y así fue. Obama fue empujado por el establishment para salvar al capitalismo de la crisis en que lo habían metido Bill Clinton y Bush Jr. Y así fue: Obama destinó más recursos a financiar a empresas, corporaciones y líneas de producción que a atender la crisis de pobreza de los estadunidenses.
A ocho años de distancia la polarización social es más grave, la concentración de la riqueza es más radical a favor de los ricos –como lo ha demostrado Bernie Sanders en sus dos libros On revolution y Discurso sobre la codicia de las grandes empresas y el declive de la clase media– y el conflicto racial ha empeorado a pesar de la presidencia de un afroamericano. La explicación de estos hechos radica en que Obama fue un presidente para el establishment y no para la sociedad.
Y lo que aquí y en todo el mundo no ha querido entenderse y que sólo puede apreciarse en convivencia cotidiana con la gente y caminando por las frías calles es que Trump no es una anomalía producto de conflictos en las élites sino un reflejo de la correlación de clases y los estados de ánimo. Aún con menos votos populares, lo cierto es que Trump sacó el voto de la mitad de los votantes. Es decir, que hay una sociedad que hasta ahora no ha sido identificada que votó por Trump; y ahí está no sólo el sector resentido con Obama, sino que hay una sociedad salida de lo profundo de los condados que se hartó de la arrogancia de la burocracia.
Trump ya llegó y sólo queda recordar a Rafael Sánchez Ferlosio:
Vendrán más años malos
y nos harán más ciegos.
Vendrán años más ciegos
y nos harán más malos.
Vendrán años tristes
y nos harán más fríos
y nos harán más secos
y nos harán más torvos.
indicadorpolitico.mx
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