Son las ocho de la mañana del veintitrés de mayo del dos mil once. El cielo está gris. A través del mosquitero de la ventana, Manuel Figueroa ve las gotas de lluvia que caen sobre el camino empedrado que conduce desde la puerta de su casa hasta la recta de Santiago Ixtaltepec.
No ha dormido en toda la noche. Se ha fumado dieciséis cigarros de la cajetilla de Faros que compró la tarde anterior. Termina de fumar uno y lo hunde en el cenicero repleto de colillas. Sigue saliendo humo del interior. Intenta apagarlo con la mano pero hay tantos que se confunde y no puede encontrarlo. Derrama un poco de su cerveza y se escucha el chasquido del cigarro apagándose.
Alza la botella para mirar el interior. Se la bebe de un trago. Se levanta de su silla, va a la nevera y toma otra. Se sienta en la mesa y la abre con el destapador de su navaja. Enciende otro cigarro.
Dos automóviles circulan por la recta y toman la desviación hacia su casa. Manuel sabe a lo que vienen. Lo ha sabido desde hace mucho tiempo. Es sólo que se inventaba excusas a sí mismo para no aceptarlo. Pero con el tiempo no se juega. Todos los días llegan alguna vez, por más lejanos que parezcan… y no hay una puta cosa que se pueda hacer al respecto.
Manuel Figueroa está cansado.
Los coches se detienen frente a la entrada de su casa. El primero es un Tsuru blanco y el segundo es un Cadillac negro. Gaspar Santiago baja del segundo y le echa una ojeada a los alrededores. No puede ver a Manuel porque la ventana de la cocina está polarizada. Un hombre joven con camisa de cuadros baja del Tsuru. Manuel asume que es el ejecutor del juzgado. Mira la casa desde lejos y escribe algo en una libreta que trae consigo. Dos hombres corpulentos bajan de los asientos de pasajeros del Cadillac. Otros dos bajan del Tsuru. Se paran atrás de don Gaspar y platican entre ellos. Llevan paraguas.
Manuel se termina casi toda la cerveza que tiene en la mano. Mete el cigarro dentro de la botella. Los ojos se le cierran y su cabeza se balancea de un lado a otro.
Está ebrio.
Ha pasado más de media hora desde que puso las tabletas de AMBIEN en el vaso de agua de su esposa. Calcula que para ese momento ya debieron hacer efecto. Se levanta de la mesa, pone la cajetilla de cigarros en el bolsillo de su pantalón y saca otra cerveza de la nevera. La abre con los dientes y escupe la tapa.
Sube las escaleras y entra en la habitación principal. La alfombra está llena de pelusa y los muebles están viejos. Casi tanto como él. Su esposa duerme con el rostro volteado hacia la puerta. Tiene la boca cerrada y emite ronquidos muy leves. Casi insonoros. Manuel entra en el baño y se remoja la cara. Se quita las lagañas de los ojos y se mira en el espejo. Una barba incipiente gris le crece en las mejillas. Ya tiene sesenta y cinco años. Su mujer tiene casi la misma edad. La ve dormir desde el espejo del baño.
Le da un trago a la cerveza y enciende un cigarro. Exhala el humo de la primera fumada contra el cristal del espejo. Lo apaga con el agua del lavabo y lo arroja al retrete. Sale del baño y se sienta en el lado izquierdo de la cama, mirando hacia la puerta. Un rayo de luz se filtra a través de las cortinas e ilumina la chapa metálica del ropero de madera. Es un lugar muy tranquilo… su habitación. Piensa que podría pasarse ahí todo el día. Lo ha hecho muchas veces durante los últimos años.
Abre el cajón del taburete que está junto a su cama. Saca la pistola semiautomática y la caja de balas. Extrae el cargador y lo llena. Cuando ha puesto diez balas lo reintroduce en la pistola. Se escucha un clic. En ese momento se enciende automáticamente la radio del despertador. Manuel olvidó desactivarlo. Suena a poco volumen. Un comentarista habla acerca de una joven a la que lincharon en la plaza principal de un pueblo… por asaltar y después asesinar a un taxista. El mundo se está volviendo loco y a nadie parece importarle un carajo.
Manuel se agacha y desconecta el despertador. El ruido ha despertado a su esposa. Lo mira sin decir nada. Él voltea escondiendo la pistola debajo del edredón.
– Hola – dice ella.
– Hola – responde él.
– ¿Quién eres?
– Soy Manuel… tu esposo.
Lo mira detenidamente… y de repente se acuerda.
– Ah sí… Manuel. ¿Qué hora es, mi amor?
– Temprano.
El AMBIEN hace su efecto y la esposa de Manuel empieza a cerrar los ojos.
– ¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Vamos a ver a Manuelito?
– Sí; creo que sí. Ahora duerme.
Le acaricia la mejilla y ella esboza una sonrisa antes de volver a quedarse dormida.
Manuel se da la vuelta y guarda la caja de balas en el cajón. Saca su cartera del bolsillo, la abre y mira la foto de su hijo. Una que le tomó antes de la quimioterapia. Un par de años antes de que muriera. Sostiene un diploma y lleva puesta su chamarra de la universidad. Se ve feliz.
Guarda la foto en el bolsillo de su camisa, junto a la nota que escribió en una servilleta durante la noche.
Deja la cartera sobre la cama y se asoma por la ventana. Ya dejó de llover y hay una luz en lo alto de la montaña. Alumbra una brecha de terracería y Manuel piensa que así debe ser el camino al infierno. Solitario.
Los cuatro hombres y el ejecutor judicial caminan hacia su puerta. Gaspar Santiago los mira desde lejos, sentado en la defensa de su automóvil.
Manuel regresa a la cama y se sienta en el mismo lugar que antes. Vuelve a poner su cartera en el pantalón, quita el seguro de la pistola y retrae la corredera. Se escucha un chasquido. Toma una buena bocanada de aire, se termina la cerveza de un trago, da la vuelta hacia donde duerme su esposa, le coloca una almohada encima de la cabeza y aprieta el gatillo.